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Virtual, carnal, literario

Por Nacho Gomes

         Delfina no pertenecía al gremio de mujeres prolijamente insípidas. Treintañera flamante, decía aborrecer los quehaceres del ama de casa prototípica y en los diálogos a distancia de nuestra virtualidad crota se destacaba por unos divinos exabruptos de salón; chistes intencionadamente obscenos y, a su vez, dosificados con sarcasmo refinado, adornados por chispa aparentemente innata. Pero lo que sobresalía más en su ser era el momento en que callaba;  al revés de quienes sienten pavor al toparse con el intríngulis del silencio,  dichos mutismos despertaban mi voluntad de seguir hurgando, mantenían en alerta mis fantasías menos caballerosas y mi órgano más primitivo. 

          Había una magia latente en su figura esquiva, en su mística inmaterial que me obligaba a reparar, no en lo que decía, sino en lo que no decía, desencadenando así la revuelta de mis sentidos. No era un silencio que te echaba sino que te invitaba y gracias a dicha prolongación del misterio (deviniendo seducción y cachondeo) yo seguía idiotizado frente a la pantalla difunta, ahora revitalizada por un sinfín de sabores engañadores, como esperando saber qué pasaría en el próximo capítulo de mi culebrón favorito, convencido de que un gran inicio y mejor desarrollo ameritan un verdadero happy end.   

          Quizás me gustaba no saber o mejor dicho, creer saber sin saber, intuirla loba disfrazada de cordero mientras atravesaba la odisea del pecado original; la suponía musa diabólica, guerrera en tierras extrañas, heroína en lechos ajenos,  leal a sus candentes extravíos, a un tozudo libre albedrío que incendiaba las praderas a pesar del ‘qué dirán’ (propio de su pueblo chico infierno grande) y que atrapaba toda mi atención. Así continuaba yo en mi denodado periplo, en mi placentero trabajo de hormiga, ensimismado en esta inverosímil pasión por descubrir a una joven incógnita que se hallaba a cientos de kilómetros de distancia. Tampoco despertaba mi sano juicio el hecho de saberla concubina y madre, porque la prohibición era mi vitamina diaria, esa dieta inconveniente, el anhelado no se puede que me evitaba la condena a esta inercia horripilante.

          Sumergido en fuentes demoníacas busqué donde parecía no haber nada. Un escribiente convencido fisgonea en la ausencia, allí donde no se ve, ahonda, profundiza, indaga como poseso. Era testigo de sus fotos casuales, sus imágenes inanimadas (¿con Photoshop?), sus dudosas postales de Afrodita Feliz, de gurisa de pueblo, de mujer del hogar. La baba deslizaba, lenta pero fluida, a través de mis comisuras gastadas de veterano de guerra, de malhechor sin escrúpulos, de rufián que se niega al retiro voluntario.  Voluptuosas razones, rostro angelical pero experimentado y una mirada inequívocamente impiadosa era todo lo que podía apreciarse a través del cristal falaz, de la red antisocial, de la interacción esterilizante. Sin embargo, vuelvo y repito,  era lo que no se veía lo que sostenía la maquinaria en marcha, aquello que me impulsaba al delirio, a continuar en esa suerte de ilusión óptica, de experimento cibernético y astral, de apuesta obstinadamente intuitiva.  

          Nada material o verificable, pero, así y todo, yo podía sentir mi  protuberancia deslizando entre sus senos medianos, en ese cadencioso subir y bajar que no debería mencionar por miedo a patinar en las mieles del grotesco; sin embargo, eludiendo el temor a la condena oficial, diré: la perversión exacerbada que bailaba en mi enchastre neuronal era densa, nítida, palpable; lo celestial y lo terrenal se confundían en un trastorno intercambiable con viaje de ida, sin pasaje de vuelta y así rumbeaba desrumbeado en las cuevas de la peripecia enajenada, extasiado frente a la exuberancia de aquella escena improbable, de aquella batalla virtuosa, de aquel manjar libertino…

          Cuando abrí los ojos, no sin mayúsculo esfuerzo, me sostuve del borde de la cama para no caer; sobresaltado hasta el sudor, brotando a mares el líquido espeso de aquella protuberancia hasta hace un rato imaginaria. Consciente de las travesuras del inconsciente, de mi ensoñación desatinada y de mi falo gelatinoso. atiné a levantar la sábana cuando, de golpe y porrazo, observé  la larga cabellera de Delfina asomando, paulatina y pendular, entre mis piernas todavía temblorosas. Como una Venus del Nilo en el punto de ebullición, como una Eva insumisa despojada de la tradición, como gata en celo buscando su ración. 

          Esto recién empieza, soltó ella, breve pero imperativamente, en consonancia con los despropósitos del maremoto literario, fiel a la sirena pergeñada por una psiquis incurable en noches de insomnio y lujuria no correspondida. De inmediato la susodicha volvió a concentrarse en mi carne todavía erecta, tersa y rugosa, vital y mortal, a media asta entre la ternura y la dureza. Pero ni siquiera Dios sabe lo que pasó después. Realidad y ficción se trenzaron en una batalla sin cuartel y la incertidumbre reina hasta el día de la fecha, renovándose siglo tras siglo, generación tras generación, papel tras papel, tecnología tras tecnología, para deleite de los seres impúdicos aficionados a coger con las mentes.    

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Revista "Barro", Uruguay

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