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Válvula de escape

Por Diego Castro

“Sólo quiero irme de aquí, solamente irme de aquí. Partir siempre, salir de aquí, sólo así puedo alcanzar mi meta. –¿Conoces, pues, tu meta?, preguntó él. –Sí, contesté yo. Lo he dicho ya. Salir de aquí: esa es mi meta”.

“La partida.” Franz Kafka.

Tiré una tapita de cerveza a la basura. Estaba a un par de metros: un tiro franco, con buena técnica. Como los de la NBA, que podría haber estado viendo en ese momento, en mi casa. Pero no. Ruido. De inmediato volví a mi estado de alerta. Atención. Ruido. Agazapado, sentí como los pasos y las voces se redirigían a través del pasillo, acaso al baño o uno de los cuartos. Y respiré. Creo que puedo quedarme un poco más, fue mi conclusión. Puse un ojo en el celular –el otro seguía vigilante–.  El cuerpo, encorvado. Acodado a la mesada. Sudando y sudando en una noche que anticipaba verano: la avant première de la estación del agobio. Apuré un trago de cerveza. Ya no estaba fría.   

–Es que si lo dejan –la carcajada fue un trueno que cortó el aire de la cocina–, imagínate. ¡No le importa nada! 

La refrendó otra risa, también en tránsito: también acercándose.

–Totalmente, amiga. Termina en los primeros lugares de la lista.

La otra se tapó la cara con las manos, dejando un resquicio entre índice y mayor para uno de sus ojos, y dijo:

–Capaz hasta sale diputado, mirá. 

Abrieron la heladera. Un poco de Coca-Cola y hielo para dar forma al fernet. Cerraron la heladera. Y aquellos truenos volvieron a la tormenta de bullicio y música del living. Ni siquiera advirtieron mi presencia, lo que agradecí. No era la primera vez que lo hacía. Digo, a eso de exiliarme en la cocina en medio de una fiesta. No sólo no era la primera vez que lo hacía, sino que ya me había construido cierta rutina de la evasión. Sabrán entenderme. Las aglomeraciones de gente, las altas demandas de socialización que implican, la desmesurada energía erogada en esas interacciones, la dificultad que le agregan una música demasiado alta, demasiado estridente, demasiado dispar a mi sosegada predilección por Nick Cave, PJ Harvey o los Buenos Muchachos, la disgregada atención que esa música dispone y que tanto me desconcierta, mi incapacidad para el baile. Y podría seguir. 

–Aunque sea un poco, haceme caso –lo palmeó en la espalda mientras entraban en la cocina–. Facilita las cosas: un poco de miedo te tienen que tener. El respeto está bien pero… –ellos sí me vieron–. Buenas noches.

–¿Qué tal? 

–¿Cómo están? 

No me malinterpreten: no paso todo el evento en una cocina o un baño. Ojalá pudiera hacer eso –que es una forma de confesar: ojalá pudiera no asistir–. Es, más bien, un mecanismo de supervivencia. Como el buzo que sube a recuperar oxígeno a la superficie. Luego me sumerjo de nuevo: charlo unas palabras, bailo un par de minutos, brindo y me brindo: me hago ver muy discretamente. Es un escape device: una válvula de escape. 

Uno tenía una camisa negra que le fajaba el estómago prominente. Un par de cadenas doradas al cuello, el pelo –lo que le quedaba de pelo– húmedo y tirado hacia atrás: la canilla del baño y el sudor habrían conjugado fuerzas allí. El otro, el que aconsejaba, era más bajo. Tenía un pantalón deportivo Adidas azul, una camisa manga corta floreada y el pelo atado en una cola de caballo. Siguieron hablando, aunque en voz baja. Un cuchicheo laborioso, de palabras masculladas con el énfasis de los ojos y las manos. En ocasiones, algún resto inteligible –o casi– burlaba esa muralla y se extraviaba en mis oídos. Mensajero equívoco.   

–…sepan quién es uno… mano firme, dura.

–…ida.. ¿y los milicos? –el de camisa agarró una botella de whisky barato, el otro manoteó la puerta de la heladera– …ada… cana.  

–… barra… cía… ulo… ante… iedo –“¿miedo?” Se rascó la cabeza, luego la inclinó hacia mí primero, hacia la salida de la cocina después–. Vamos… elo… agon… dueño del bar… –¿”bar” o “barrio”?–

Y salieron. Cada uno con un whisky en la mano.  Mucho hielo en los vasos. 

La clave para esta estrategia de la ausencia es no llamar la atención. Las coordenadas de tiempo y lugar son claves. Si uno desaparece mucho tiempo genera cierta evocación de sí, curiosidad, incluso alarma. Hay que extremar los períodos de ausencia acorde a ciertas actividades y sus posibles demoras, que serán, al fin, nuestro salvoconducto o excusa. El baño, que acaso en el trabajo o la vida doméstica puede ser una buena opción, definitivamente no lo es en una fiesta. La demanda lo hace un bien escaso y, por lo tanto, muy requerido. Uno se expone a una revuelta popular. En cambio, en la cocina…

–¡No lo puedo creer!   

Eran tres.

–Estoy en shock –abría los ojos muy grandes y mostraba las palmas pálidas de las manos extendidas–. En shock. 

–Amor –la tercera era Sofía–, vos tampoco lo vas a creer. 

Cuando estuvo frente a mí, me tomó la mano derecha. 

–Resulta que…

–Íbamos al baño –acotó su amiga Laura, a mí izquierda–.

–Exacto. Al baño.  Y cuando vamos a entrar…

–¡Casi nos tira! –Ahora acotaba Maggie, que se estiró para apoyarse en mi brazo derecho mientras flexionaba una pierna para verse el taco del zapato–. Nos empujó –y estalló en una carcajada al unísono con Laura–.

–La madre de Florencia –Florencia era la cumpleañera: la anfitriona–, amor. 

–Con un tipo de la mano para el baño –volvió a interrumpir Laura–. ¿Ya no hay más cerveza? –había empinado las últimas gotas de una botella y miraba en busca de otra.

–Siempre pasa lo mismo en los cumpleaños de Florencia –le dijo Maggie. 

–Siempre –dijo Sofía mientras hacía girar y girar su cola de caballo para volver a ajustarla con la gomita para el pelo–. Se esfuma. Somos las únicas que traemos y después ni llegamos a tomar. 

–Entonces…  –arranqué poco convencido.

–Deberíamos sacarnos una foto con Flo, ¿no? 

–Tiene razón Maggie –Laura la señaló con la botella de cerveza, a la que no soltaba a pesar de ya no tener nada para ofrecerle. 

Corrieron las tres al living. 

Me contenté con llenar mi vaso con lo que quedaba en una caja de vino. Algo que no hubiera tomado usualmente. Menos pagado por ello. Volví a acodarme a la mesada. Desde ya, admito que esta táctica de escape es propia de espíritus apocados o tímidos. Lejos estoy de los ausentes valerosos que reclaman para sí el derecho de quedarse a solas, en su living, viendo por quinta vez “There will be blood” o algún capítulo de “Seinfeld”, o los presentes en sus términos, como mi amigo Nacho, que cayó a una fiesta munido de un libro, se las arregló para acabar de portero y logró pasar la noche a pura lectura.

–Bueno, vengan y negociamos acá –había vuelto el del pantalón deportivo azul, celular en mano–. El Cholo les puede dar un lugar pero si negocian, sino –me miró de costado y se acarició el mentón–, bueno, ya saben cómo es, viejo.  

Mientras hablaba giraba sobre sí mismo, yendo de la heladera a la mesada, de la mesada a la cocina, de la cocina a la mesa de comedor y de ahí de nuevo a la mesada. Un trompo, pero no muy vistoso. Amagué a correrme, para que no me chocara. Me esquivó en el último segundo. 

–¿Anotaste la dirección? –Agarró la botella de whisky–. Bien. No se hagan los locos. 

–¡Te estás olvidando de la épica! –Vociferaba desde la vanguardia del grupo de tres–. La épica, papá. Es clave. 

–Messi es mejor –vociferó el rezagado del grupo, al que todavía no podía ver por la curva del pasillo–. Lo dicen los números, Ruso.  

–Mirá que el Diego tiene una religión –fue la réplica, cuando ya los tenía instalados a casi medio metro.

–Alcanza con unos pocos delirantes que te adoren para tener una religión. O con uno que los convenza de que lo adoren: depende del lado del mostrador que lo mires. 

El tercero, de una barba larga que le tapaba el cuello y llegaba hasta la solapa de la camisa, no decía nada. Sólo sonreía y buscaba con la mirada lo que, previsiblemente, fuera la razón que los trajera a la cocina: cerveza. 

–No hay más cerveza… –dijo mientras los otros seguían discutiendo de futbol–. No hay más cerveza. 

–¿Qué decís Efe Efe? ¿Miraste bien? 

–No hay más cerveza, Fede –el barbudo Efe Efe sostenía ahora la puerta de la heladera: sus entrañas se mostraban desprovistas de todo alcohol. 

–¿Y ahora? –el Ruso se frotaba los pocos pelos que tenía en la cabeza–. ¡Qué fracaso este cumpleaños! 

–Vino tampoco queda –acotó Efe Efe, ya aclimatado al papel del que le corta las piernas a la esperanza: era la enfermera que se llevó a Maradona de la mano para el antidoping en el Mundial del ‘94. 

–¿Vamos a tener que tomar fernet? –Replicó el tal Federico.

–Dará para uno, como mucho –el Ruso levantaba la botella del pico, con dos dedos. 

–El que salió recién llevaba una botella de whisky –acoté, sin pensarlo demasiado. Me sorprendí a mí mismo. Los tres amigos me miraron–. Medio pelo, pero es lo que hay. 

–Me sirve –dijo Efe Efe. 

–Podemos ir a la estación a comprar hielo, acotó el Ruso. 

–Gracias, amigo –remató Fede antes de que salieran los tres al living. Acusé el saludo alzando mi vaso, ya vacío. 

Más que en la timidez, el asunto en estos casos está en la introversión. Hablo del exilio en la cocina, no de la carestía de alcohol –aunque puede haber una relación entre esos términos–. La energía que se pierde en la vida social, el desgaste como el de la roca que…

–No se puede estar más pasado –la indignación sacudía la barba de Efe Efe–. Yo les dije que no había que venir más acá. 

–¿Pero sacar un revolver porque le pedimos la botella de whisky? –El Ruso se frotaba la cabeza–. Es demasiado. 

–Una locura… –Federico miraba el vacío, luego me miró a mí–: tené cuidado con el del whisky que anda armado –y luego a sus amigos, de nuevo–: era una pistola, no un revólver. 

–¿Importa? –los brazos abiertos del Ruso enfatizaban la réplica. 

–Bueno, no son lo mismo. 

–¡Sigue siendo un chumbo, Federico! 

–Si nos propusiera jugar a la ruleta rusa, verías que no son lo mismo. Y preferirías el revólver.

–Creo que la dejé en la cocina –volvieron las chicas del fernet y la charla política. Una de ellas me miró:

–Disculpá, ¿no viste una cartera? 

Negué con la cabeza.  

–¿Y si nos vamos, Nadia? –le dijo la amiga.

–Encuentro mi cartera y nos vamos.

–El de la cara tatuada, de musculosa, que te pidió que le olieras el perfume y te insistía con que estaba limpito, me dio miedo –miró hacia atrás: hacia el pasillo que daba al living–. ¿Y si dejas la cartera?

–Es un segundo –la otra seguía buscando–. No voy a dejar la cartera, Mili.  

Fue rápido y brusco. Casi empuja al Ruso al entrar en la cocina. Lo precedía y sucedía un olor a sudor que iba más allá de las circunstancias climáticas. Registró caja por caja y botella por botella de vino hasta casi completar con los restos un vaso. El que llevaba en la mano era descartable. En algún momento de ese proceso gritó hacia el living “¡hay que comprar cerveza!”. Luego comenzó a tararear una canción de una barra de fútbol. Lo distinguía un chaleco amarillo fluorescente con la inscripción “Copa Libertadores. Final” y el logo de una marca de cerveza. Todos los que estábamos en la cocina quedamos en silencio. Algunos no dejaban de mirarlo. Otros evitaban mirarlo. Él nos ignoró, salvo por unas palabras –para mí ininteligibles, probablemente soeces– que le soltó a Mili a la pasada, y al fin volvió al living repitiendo a voz en cuello “¡che, hay que comprar cerveza!”.

–Mili, pedí el taxi. 

Mili asintió con la cabeza mientras sacaba el celular del bolsillo trasero del jean. 

–Puede haber mejores series pero que cierre bien es un diferencial –llevaba lentes y barba, bermudas y una remera–. No sé si la ayuda o la perjudica no estar basada en un libro. 

–Son acaso las grandes novelas de nuestra época, ese tipo de series –el otro también llevaba lentes, pero de marco grueso, y barba, pero vestía jeans y camisa remangada–. Las grandes historias: ya no hay que buscarlas en los libros. 

–¿A ustédes también los corrieron? –reía nerviosa y venía del brazo de otra amiga, remontando el pasillo, detrás de los dos hombres.

El de los lentes de marco grueso sonrió: 

–El clima en el living no es el ideal.  

–Se llenó de chalecos –dijo el de bermudas–. Parece las protestas en París. 

–Unos atrevidos los de chaleco –completó la amiga que venía del brazo de la otra. 

–¡Shhh! –apuntó un veterano de panza y pelado (¿sería algún tío de la cumpleañera?), camisa manga corta por dentro del pantalón, que cerraba la fila–. No sea cosa que nos escuchen. 

Para entonces ya éramos diez en la cocina: el Ruso, Fede, Efe Efe, Mili, Nadia, el de lentes de marco grueso, el de bermudas, las amigas del brazo, el veterano. Y el misántropo, yo, el undécimo cuerpo. Once personas en una cocina doméstica y mundana. Agolpados, consumiendo el aire y los metros cuadrados. 

–¡Es de no creer! –era Laura, con Sofía y Maggie. 

Creo que las siguieron dos personas más. Más de quince personas en la cocina. Dejé de contar. 

–Coparon el cumpleaños – dijo Maggie. 

–La fuerza toma posesión del espacio público –comenzó con afectado tono académico el de lentes de marco grueso– desplazando los acuerdos previos basados en el común entendimiento. 

Sofía me agarró del brazo:

–Vinieron unos que estaban trabajando en una final de futbol, de chaleco fluorescente. 

–La final de Libertadores, en el Centenario, entre los cuadros brasileros –acoté yo.

 –¡Trabajando! –Laura largó una carcajada–. Una pinta de delincuentes todos, por favor. 

–¿Y la madre de Flo? –el tono de Maggie no era de pregunta. 

–¡Otra! Qué sorpresa esa… 

Sofía me volvió a agarrar del brazo, pero esta vez también se me acercó un poco al oído:

–Cuando más temprano la vimos pasar con uno para el baño, no era lo que pensábamos. Es dealer, amor. Vende merca. 

Levanté las cejas, abrí grandes los ojos y me recliné hacia atrás. No dije nada. 

No había salida posible que no fuera a través del living. Una banderola minúscula servía de contacto con el exterior pero sus dimensiones no franqueaban el paso. La cocina de esa casa en la periferia montevideana contenía multitudes en un exilio, necesariamente, provisional.

–Creo que deberíamos ir al Cabo este verano –le dijo Efe Efe a sus amigos.

–¿En cuánto llega el taxi? –Nadia le preguntaba a Mili. 

El hombre de marcos gruesos reía junto al de bermudas: 

–Claro, claro. Algo entre “La fiesta inolvidable” y “El ángel exterminador” –se ajustó los lentes–: paródico dramático. 

–Me duelen los pies –una de las amigas que habían entrado del brazo, que tenía tacos altos, trataba de acomodarse en sus zapatos.

–Capaz podemos compartir el taxi con ellas –la amiga señalaba a Mili y Nadia. 

–Yo dejé el auto afuera –acotó el veterano de panza y pelado–. Voy para el lado de Belvedere, por si alguien le sirve. 

Voces asintieron. 

–¿Hace cuánto no le caemos a Joselo? –dijo el Ruso.

–¿Por dónde vendrá el taxi? –dijo Mili–. Me quiero ir. 

–Ganó Palmeiras –djio el veterano–. La final la ganó Palmeiras.

-Acordate que ahí hay descuentos –dijo Maggie. 

El murmullo en la cocina era atronador. Campo infestado de grillos o langostas –mejor langosta: consume todo a su paso– que frotan o mascan, frotan o mascan sin parar, frotan las patas, mascan los pastos y las plantas. 

Alguien –¿quién?– puso música con un celular. Varios improvisaron pasos de baile sobre ese sonido saturado y deforme. Otros acompañaban la letra sin acertar a una nota. El ruido me vedaba toda visión que excediera los veinte centímetros, como si en un efecto sinestésico estuviera realmente en medio de una plantación, entre los pajonales y los altos ejemplares de maíz o trigo. Y los grillos frota que frota y las langostas masca que masca. Y si pensaba o en qué, no puedo dar cuenta de ello. Todo era exterior: el asedio de los estímulos.  

–Sí, como decía, ganó Palmeiras.

–¿Los Palmeras? –río con estridencia– ¡Los Palmeras! De la cumbia a campeones de fubol.  

–¿Con qué tarjeta es el descuento? 

–Hablo con la gente del rancho de siempre, a ver si está libre.

–Quiero verla, pero las funciones subtituladas son pocas.

  –¿De dónde conocen a la cumpleañera ustedes?

–Curioso nombre Cabo Polonio… ¿Qué es un “Polonio”? 

–¡Ah, qué buen tema! ¡La la la la la laaa, la la la laaaaa!

Risas. Y más risas. Diferentes focos de risa estallando en la cocina, seguidos por una ovación y aplausos: el de bermudas había encontrado en no sé qué estante perdido una caja de vino. Avanzó triunfal a través de la multitud con la bebida en alto. 

¿Quién dijo que todo está perdido? –No era Fito, pero le reconozco que cantaba bien–. Yo vengo a ofrecer mi Termidor. 

Risas. Y más risas. Y vítores.   

–Es media prima de ella. Vamos, que debe haber llegado el taxi. 

–Eso en el baño, hoy, fue una locura. 

–Todavía no lo puedo creer.  

–¿Un polaco? –rió–. Algo lejano, algo de última frontera, ¿no? ¿O un viejo que te engatusa con historias? Pienso en Shakespeare y en el personaje en Hamlet.  

–Laven vasos, por favor chicos. 

–¡Palmeiras! 

–En Paraguay y La Paz es eso. 

–Y un elemento de la tabla periódica, muy tóxico por cierto. Radioactivo. 

–¿Viste la última encuesta? Viene bien.

–No lo veo tibio, eh. No, no…

–No estoy de acuerdo con que los trabajadores le metan palos en la rueda a los empresarios: ¡deberían meterle palos pero en el culo!

–No, yo no soy bautizado. 

–Así que Polonio: ¿engatusar con historias lejanas y de alta toxicidad? 

Entonces, un ruido. Y silencio. Calló las voces en la cocina de inmediato. La música siguió sonando unos segundos más, hasta que el dueño se hizo de su celular –estaría sobre la mesada de la cocina–. Nadie se movía. Un ruido que venía del living, sin dudas. Un ruido entre todos los ruidos. No sonó como los estruendos estetizados en las películas o las series, creados prolijamente en una consola de un estudio de edición. Sonó menos grave, menos solemne, más grotesco y químico: más brusca pólvora estallando entre metales. Más salvaje. Pero como si abrevara en alguna vieja memoria compartida de nuestros tiempos de tierra purpurea, todos lo reconocimos: era un tiro.    

En el living la música seguía sonando. Parecía que a un volumen más alto y era difícil distinguir si además había voces o ya no. En la cocina sólo se cruzaban miradas. ¿Segundos? ¿Minutos? Es difícil estimar el tiempo que estuvimos así.  Surgieron pequeños focos de murmullos y un sollozo que, creo, era de Mili. Sofía se me acercó con sigilo y susurró en mí oído, vigilando a izquierda y a derecha: 

–¿Qué hacemos? 

Algo tenía claro. Yo no estaba dispuesto a perder una oportunidad. 

–Salir de acá –respondí, levantando la muñeca izquierda en la que siempre llevo un reloj. Golpeé el cristal que protegía las agujas con el índice derecho. 

Y arranqué rumbo al living. 

Portada: Escena de la serie animada "BoJack Horseman", de Netflix, creada por Raphael Bob-Wakesberg y Lisa Hanawalt.

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(+598)98-888-452

Revista "Barro", Uruguay

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