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Un mito montevideano

Por Nacho Gomes

     Refugio de sobriedad donde cede manso mi espíritu beligerante, disparan los molinos de viento, estalla el verdor, mueren pantallas, se evapora el desasosiego. A lo largo y a lo ancho de esta fabulosa extensión por donde respira la ciudad se potencia la metáfora, alumbra rabiosa la vitamina D, sopla la ventisca revitalizadora, dialoga el oleaje cordial con el tránsito despiadado, se concretan las más versátiles idealizaciones y utopías. Esta es mi intertextualidad recurrente, mi hogar elegido, mi ilusión predilecta donde se desatan los nudos de la anarquía sensitiva. 

     Aquí nace, se desarrolla y yace la oxigenación imprescindible de las neuronas, el anhelado despliegue de los olores y del paisaje, el extasiado vaciamiento de mis pulmones, la apertura de todos los pechos gobernados por miedos y obsesiones, la defunción de la tensión, la alquimia del chico y el repique, la canonización del ritual umbandista, la transformación del canguro vertiginoso en tortuga despreocupada. Aquí habita el despertar de la inspiración anestesiada, el renacer de la comunidad desperdigada que vuelve a amontonarse, el espacio público riéndose en la cara de la cerca eléctrica que llora por no poder convertir al susodicho en negocio, en ganancia, en mera plusvalía. 

     Sentado sobre el murito de piedra puedo observar los barcos cargueros a lo lejos, el ciclista pedaleando hacia el horizonte infinito, los pescadores que no pescan, la veterana que yira y el moreno que traga como bólido en su media hora de descanso. Este es el territorio místico donde las paredes gritan, sentenciosas y tajantes: el privilegio de sentir puede leerse a la altura de Sur y Palermo. Corren las rubias culonas, se exhiben los musculosos inoperantes, caminan los ancianos decrépitos, hacen maldades los niños soltándose de las manos adultas y el eco del linyera resuena hasta para quienes no lo quieran oír; la paleta de colores energiza, intercalados cielos e infiernos, y la fealdad se torna belleza. Desde el Arroyo Carrasco hasta la Escollera Sarandí se estira como un chicle inabarcable esta encantadora de serpientes frente a la que hasta el más racional sucumbe. Justo en dicha horizontalidad democratizadora de mar, vegetación, arena y hormigón armado radica la entraña de mi Montevideo amada.     

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Revista "Barro", Uruguay

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