Retiros erotizantes
Por Nacho Gomes
Empezaremos esta aguafuerte estrafalaria afirmando que, si Alejandro Dolina hubiese conocido a Vicente, el latin lover de Arroyo Seco, el Negro habría identificado inmediatamente su mayor virtud; la tristeza con dignidad de quien aprende a perder con la mujer amada. Sin embargo, lo que seguramente el filósofo de las medianoches rioplatenses no habría sospechado jamás es que esta tristeza tan bien canalizada que caracterizaba al metalúrgico del arrabal, a la postre, era la que terminaba generando, en todos los casos y de forma inevitable, un efecto inesperado, un arrepentimiento a corto plazo, una erotización paradójica y paulatina en las damas que abandonaban a Vicente.
Sí, sí. Así como lo leen, estimados lectores. Casi tan descabellado como el amor, casi tan contradictorio como la vida. A Vicente me lo crucé por primera vez hace diez años en el boliche de Agraciada y Tapes y de tanto frecuentarlo, leerle el andar cansino, la mirada perdida, el indescifrable lenguaje gestual pude empezar a descubrir el secreto; gracias a ese jeito tan despreocupado como profundo, dialoguista, pero vehemente, interesado pero autosuficiente; un elemento de seducción irresistible brotaba de su esencia heterodoxa en el instante crucial del sufrimiento y el desamparo. Cuando el lugar común de los tipos lloraba, vociferaba, acusaba o insistía con patetismo, el tilingo de Arroyo Seco esbozaba una levísima sonrisa agridulce y se daba la media vuelta con tranquilidad meridiana tras recibir la tarjeta roja.
Es así que despertaba vaya uno a saber que mecanismo interior, que fibra íntima, que sensación acalorada en la pollera de ocasión. Lo cierto es que, sin excepción, cuando las mencionadas damas abandónicas verificaban in situ la forma casi budista tibetana en la que Vicente lidiaba con el fracaso, sus lingeries comenzaban a humedecerse más rápido que ligero. Creer o reventar, la magia consistía, lisa y llanamente, en esa naturalidad extrema con la que Vicentico aceptaba la cachetada del rechazo y partía silbando bajito, por la sombra y sin aspavientos, sin la quejadera propia del fulano sobrevalorado.
Pero cuidadito y a no confundirse. Tampoco era resignación lo que emanaba de la figura de tan bizarro treintañero porque, nobleza obliga: ¿a que mina podemos sacudirle la modorra desde la resignación, entregados a la caída libre y aplastados por los ánimos derrotistas? No, no. Había algo más que excedía las típicas escenas grandilocuentes del macho herido en su virilidad conquistadora. Una suerte de pesar liviano de equipaje, ligerísimo, fluido, casi alegre me animaría a decir. Una apacible exteriorización de la pena, un desapego que no llegaba a la desidia, una lejanía tan cercana que en cierto instante resultaba cuasi invasora y hacía reflexionar a la mujer con el transcurrir de los días. Una frialdad tan cálida que inexorablemente quemaba a su objeto del deseo en su desorientado fuero interno: ¿Qué carajo hice? o Este cofla valía la pena o ¿Será que era todo tan malo?, se repetían con persistencia las belas donas .
Tal vez, efectivamente, era todo así de malo o tal vez no, pero esa no es la médula espinal de anécdota tan singular. El quid de la cuestión es, fue y será el desprendimiento transmitido de un alma a otra alma, un desprendimiento que sin querer se hace fuego, un desprendimiento no premeditado ni buscado, como si fuese un suceso más en el acontecer cotidiano cuando en realidad está lejos de serlo; cuando en realidad es una solitaria excepción a la regla de la desventura amorosa.
El desprendimiento posible por un ego genuinamente moderado porque no es que Vicente fuese el canchero del siglo o estuviese más allá del bien y del mal o todo le importase un cazzo; claro que le importaba y sufría pero su mencionado ego era tan peculiarmente prudente, que no lo traicionaba llegada la hora de la verdad, cuando arribaba a la encrucijada del desamor, en esos momentos donde la enorme mayoría pisamos el palito, contestamos con basura dialéctica y nos dejamos engullir por el veneno del rencor. Pues Vicente no. Él se negaba, rotundo y convencido, a semejante manifestación de decadencia y la clave es que lo hacía sin procesarlo, sin pensar quiero ser así, sin ninguna aspiración a la uruguayez moralizante o a la tolerancia supina o a ser el Gandhi Oriental.
Hace un par de días volví a cruzarlo, por enésima vez, en el bar de Agraciada y Tapes. Enseguida corrió hacia mí con esa fraternidad emocionada, pero, a su vez, despojada de cualquier exceso de dulce de leche o desmesura empalagosa. Abrazo justo, adustez risueña y beso en la mejilla. Arrimándose al mostrador y sin preámbulos, Vicente nos contó que Florencia volvió por donde se fue. Lo dijo con parca felicidad, pero sin aires petulantes, sin sed de venganza, sin la testosterona al mango por la victoria pasajera. Solo atinó a mirarnos con ojitos ladinos y pupilas candorosas, levantó la copa hasta el cielo y se confesó con honestidad intelectual y humildad sentida: Lo que las atrae no soy yo, Bartolito; lo que las atrae es el milagro del hombre libre.
