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 Pildorita

Por Convalecencia Mors

"Al extremo, al último extremo de la fila de barracas, como si, vergonzoso, se hubiera él mismo desterrado de todos aquellos esplendores, vi a un pobre saltimbanqui, encorvado, caduco, decrépito."

"El viejo saltimbanqui" (1869)
Charles Baudelaire

Creo que fue el jueves que lo vi de cerca, sentado bajo la parada, librándose de la lluvia. En su gorro rosado, sobre la peluca, empezaba a pegotearse el agua, en partículas ínfimas que quedaban suspendidas a milímetros de la gamuza. La moneda de un niño sobre el guante blanco lo hizo salir del ensimismamiento que lo estaba derrotando. 

No lo conozco, apenas si lo he visto algunas veces, pero me da la sensación de que se ha ensañado con la utopía de alegrar como sea a esos tristes seres que andan en los ómnibus. Gente que anda arrastrando el cansancio adentro de esas ballenas de ciudad que los engullen y los regurgitan cada pocas cuadras, que pueden llevarte a cualquier lugar, pero que en ellos la sombra puede infestarte el rostro. 

Él ve asomar a ese otro en la cara, endurecida de rutina, rabiosa de insignificancia, advirtiendo el orden invertido en que la piel queda por debajo de la calavera.

Por eso ha de ser que se sube a hacer ese numerito. No ha de ser por la plata ni por los aplausos, porque no veo que logre acariciar ni una cosa ni otra. Ha de ser por la ingravidez con que ve que los demás sobrellevan sus vidas, aunque bien en el fondo ha de saber, como yo, que tiene contadas las oportunidades de seguir consiguiendo que lo miren o lo escuchen, de que le tengan paciencia.  

—Andan con los ojos como secuestrados por esas estúpidas pantallas— lo imagino murmurar con la boca raída al cantinero del bar de la esquina de 18 y Gaboto, dónde a veces lo he visto desde el ómnibus sentado, él solo contra un vaso; quizá aprovechando la pausa y baño, desapareciendo las moneditas por algo fuerte que le caliente el triperío.

Y se ha de quejar también de que “hoy el humor cambió”, que “ya no se puede embromar a nadie con nada porque si es gordo esto, si es negro esto otro”, pero el cantinero tampoco ha de mirarlo; de hecho ni siquiera parece oírlo, ocupado en hacer tintinear los hielos en los vasos, sirviendo a cada fantasma que pasa, se toma una y sigue. Así de lejos está Pildorita del mundo.

Pero no; él se ha ensañado con la utopía y se ha empeñado en su soledad. Cada día trata de canjearla por milagro. A veces lo veo subrayar el pavimento de 18 en un sentido y el otro, mirando la ciudad a los ojos, estudiando dónde esconden los demás las manos del frío o la forma en que se someten a la silueta oscura de su propia inercia. Aunque a veces —si escucho a alguien reír en los ómnibus cuando él hace su numerito, me parezca que más bien se ríen de él— sigue perseverando en los cuadriláteros de las horas más insalubres y de las insidiosas compañías de vendedores ambulantes y pungas que agreden con la mirada. Antes de subir lo veo fumar un cigarro para agarrar fuerza, hacer un par de globos más antes de escupir el chicle. Me han contado que solían verlo actuar en ómnibus dónde no cabía un alma y lograr la carcajada más difícil. 

Pero ahora, algo parece haber cambiado; si el borbollón es mucho, se tira para abajo antes que cierren las puertas. Después entendí que no era por la cantidad de gente; sino por el asco; el asco y el miedo de terminar la actuación sobre un ómnibus lleno y que no vuele ni un aplauso en la tristeza y el fastidio indigerible de los pasamanos. Cuando se baja así, tan improcedentemente, siempre alguna puteada de los choferes se come, pero se ve que eso no le gana el espíritu. Es lo que menos ha de importarle porque estoy seguro que también se ha propuesto hacerlos reír a ellos también, que van mirando a través del parabrisas sin saber ver o buscar otra cosa que la esperanza atardecida atrás de los semáforos. Por eso, cuando se sube grita, tuerce la voz, la embellece, si está adelante, lo veo mirar de reojo a los choferes, les busca los ojos. Pero es difícil y a veces a la mitad del día ya está ronco. No puede competir con la potencia de los parlantes o de los auriculares que desparraman el sopor. Y cuando se baja, el ómnibus sigue, hasta que llega al destino; hace la rotonda a la plaza y ahí es cuando todos nos damos cuenta que todo terminó; que no hay nada, que nada extraordinario pasó y que atrás de la escenografía del jinete y del Salvo detenidos en piedra no queda más que viento. Porque los hechos en sí están vacíos, lo que importa es lo que pasa entre ellos, entre escena y escena. 

Creo que fue el jueves que lo vi de cerca, sentado bajo la parada, librándose de la lluvia. Un niño vino y le dio una moneda. Vino corriendo, esquivando las baldosas flojas de la vereda mojada, para que no jugaran a salpicarlo. En su gorro rosado, sobre la peluca, empezaba a pegotearse el agua, en partículas ínfimas que quedaban suspendidas a milímetros de la gamuza. La moneda del niño sobre el guante blanco lo hizo salir del ensimismamiento que lo estaba derrotando. Vi al niño volver corriendo hacia la madre, cerca de la esquina, en una tienda de ropa. Entonces le miré la moneda y la sentí habitarle el hueco blanco de la mano. Luego la sostuvo entre ambas, como tratándose de un tesoro precioso, una alhaja. Sonrió de pronto y volvió sus dientes amarillos hacia nosotros, que también estábamos allí, escapando de la lluvia bajo la parada; no sentía ninguna lástima de sí mismo, de su vestuario grotesco y empapado, de la pintura que empezaba a chorrear hacia abajo. Y la risa sugerida sobre su aspecto enchastrado y sobre la moneda de un tipo muy gordo que estaba terminando de fumar, y que después de arrojar el  cigarrillo a la calle con destreza —y sacudiendo la cabeza mientras no paraba de sonreír— paró un 180 que acercó la trompa al Cordón estruendosamente. Yo me subí también y pagué y me apreté entre el aire y la gente, cuando sentí empezar la presentación de Pildorita a mis espaldas, buscando embestir a quién fuese a fuerza de hambre y de espíritu. Pero el chofer tajante sentenció que el ómnibus estaba lleno, que hiciera el favor de bajarse. Pildorita, sin oírlo, dijo:

—A ver, vos. Sí, vos— al tipo que había parado el ómnibus.

—¿Qué le dice un gordo a otro gordo?

Pero el hombre se proponía no mirarlo y había sacado el celular para conseguirlo.

—O mejor, ¿que le dijo un gordo  a un payaso?— pero el tipo no respondía.

—¿Nadie sabe el chiste? —y después— se iban a ir hasta destino sin saber el chiste, ja, ja!

—Dale, amigo ¿qué le dijo un gordo a un payaso?

Al ver que el tipo no decía nada, repuso:

—Fíjate si tengo la bragueta abierta que no me la veo! ¡Ja, ja, ja! 

Pero nadie se atrevía a mirar hacia adelante. El chofer había parado en otra parada, dónde subía más gente.  

—A ver, ¡¿qué le dice un semáforo al otro?!— repitió, mientras se limpiaba el agua de la cara junto con un poco de maquillaje.

—Te dije que te bajes, loco. Ya está de gente esto.— dijo el chofer. 

—Bajate loco, no la compliqués— dijo el gordo sin sacar los ojos del celular.

—¡Ay, sí! ¡Yo tengo que ir a trabajar y hay gente para subir! ¡Hacé el favor!— dijo una señora.

—¡Yo estoy trabajando también, señora! ¿A ver qué le dice un semáforo al otro? !No me mires que me estoy cambiando! ¡Ja, ja, ja!

Pero el gordo se paró y lo pechó, le ordenó que se bajara ante la amenaza de una trompada. Pildorita cayó hacia atrás, donde lo detuvo la gente que estaba para subir y el parabrisas del coche. Se agarró y se acomodó como pudo, después hizo como que al fin se bajaba pero volvió y arremetió contra el gordo. El chofer y algunos más se metieron. A todo eso se escuchó el tintinear de una moneda que caía y rodaba por el suelo, entre varios pares de pies.

Pensé en salvarlo de la paliza y que lo tiraran para abajo como una cosa vieja y estúpida, pero no hice nada; fue tarde o fui cobarde o no sé, quizá se lo merecía. O tal vez haya sido porque yo también soy una cara sin rostro, y porque adentro del estómago de estas ballenas de ciudad cada día me muero un poco más o ya me morí del todo. 

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Revista "Barro", Uruguay

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