Pertenecer
Por Nacho Gomes
¿Qué extraño yo de esa completa precariedad edilicia? Diré que no extraño a los mezquinos del conocimiento, ni a los bobetas de primera fila levantando la mano, con premura fingida, para ostentar falsa sabiduría. Mucho menos añoro a ciertos profes que quisieron aplicar la jerarquía sin sustento o a los salones atestados de principio de semestre o al pseudo progre que presume en vano su condición universitaria. Extraño el aroma a boliche interdisciplinario que perdurará a pesar de la patraña modernosa, las insaciables ansias de saber del aspirante a filósofo, el intento de fría objetividad del historiador buscando mirar en retrospectiva, el estudiante vocacional de ciencias de la educación o la locura nuestra, de los letristas volados, a quienes nos cuesta tanto bajar a tierra después de una horita y media curtiendo a Ducasse y Baudelaire. Añoro al antropólogo poniendo al ser en el centro de la escena y hasta echo de menos (poquito nomás) al lingüista insufrible que te da lata con sobredosis gramaticales y tediosas estructuras.
Me anda faltando la sensibilidad inusual que se esconde tras el silencio de los muditos humanoides, aquellos incapacitados para soltar, al menos, un tantito así de sus mayúsculas vidas interiores. Siento una cruda nostalgia y sueño volver a leerles la mirada, el gesto adusto, animarme a adivinar lo que están pensando a pesar de ese callar inescrutable que se empeña en esconder pedacitos de gloria. Pero cuidado que también extraño a los naturalmente verborrágicos; aquellos que no lo hacen por dinero sino por amor. Aquellos que no sienten interés alguno en cultivar sus reputaciones de académicos consagrados, sino que avanzan guiados por la ceguera de sus extravíos pasionales.
¿Pero qué es lo que más extraño de aquel caserón vetusto y su entorno místico? El clímax del pensamiento crítico, el docente que me modificó sin buscarlo, el bar enquistado en la esquina de Mercedes y Tristán Narvaja, la vieja cantina pegadita a la fotocopiadora, el mate que gira mientras incorporo, a medias, las declinaciones del griego antiguo y los fantasmas del pasado que son (y serán) carne de futuro. Extraño a mis compañeros, polémicos y entrañables; a la tropa íntegra, unida y obstinada, a los que están cerca aún cuando están lejos. Extraño hasta el dolor esa cotidianidad perdida, el reverdecer permanente de ideas viejas y teóricos atemporales. Anhelo que retorne, como por arte de magia, el encuentro de esas mentes frescas y en pie de guerra que no cesaba ni cuando cesaba, de esos corazones incendiados y reunidos en lo más profundo de lo profundo; en aquel intangible que como dijo Saint-Exupéry, no puede verse. Hoy comprendo que el meollo del asunto no eran Borges, Cervantes o Rancière; o tal vez sí eran Borges, Cervantes o Rancière, pero vistos a través de las esquizofrénicas pupilas mías y de mis amigos. Sin posturas únicas ni conceptos estáticos. Con los sentires movibles, las neuronas frenéticas y las crines paradas de tanto fervor.
