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  Oasis modernos

Por Nacho Gomes

       Aquel domingo  llegué a casa de mis padres justito para el almuerzo y noté el murmullo de la televisión encendida. Más de lo mismo, pensé por dentro cuando vi a aquellos dos hombres con raqueta corriendo sin parar. Un gallego y un holandés disfrazado de italiano definían la final del ya mítico Roland Garros; nada nuevo tras el sol razoné con una de mis medias neuronas mientras la otra media se perdía en la añoranza de aquellos inolvidables y hechiceros Federer vs Nadal. Clásicos eran los de antes, suspiré intransigente antes de ayudar a la vieja con la mesa 

 

        En consonancia con mi ser nostálgico, decidí  ignorar deliberadamente al presente y refugiarme en los versos del ayer; hacerle espacio a mis prejuicios antes que desafiarlos, suponer y no verificar, imaginar lo que pasaba en aquella cancha alborotada en lugar de comprobarlo fehacientemente. Es que, nobleza obliga, era tan fácil imaginar el desarrollo de la película. Pim, pam, pum, pum, pim, pam; cañonazos a diestra y siniestra en alabanza y homenaje al tenis actual; sin poiesis, ni arte plástica ni drop shot, pero con exceso de potencia física, velocidad supersónica y revés a dos manos (el más efectivo y triste de los reveses)

       Ya promediando la picada, entre aceituna y whisky de segunda marca, el murmullo tímido de la tele se convirtió en ruidaje invasivo y la curiosidad empezó a horadarme la piel. Más temprano que tarde me puse a fisgonear como quien no quiere la cosa y medio de costado viché algunos puntos para atesorar en la retina. Llegaron los ravioles y no aguanté más; entonces mis ojos cedieron, íntegros y concentrados, a la obra homérica que se estaba gestando, pincelada tras pincelada, en el estadio Philippe Chatrier. 

      Cuando quise acordarme había olvidado (solo momentáneamente, que quede claro) las mil batallas de Rafa y Rogelio y por primera vez en años me sentí poseído por un par de pebetes vanguardistas e irreverentes. Janik lo tenía ganado; yo le juro por El Barba que lo tenía ganado y hasta tres match points se le piantaron, pero la bestia de Carlitos, testarudo e inclaudicable, me mostró que aun en estos tiempos desangelados siguen existiendo las hazañas, que la épica no ha muerto, que la mística puede volver a ser. 

       Pero no crea que fue todo tan fácil porque la obra maestra sigue cuando parece que termina y tiene su vaivén inesperado, su ciclotimia enfermiza, su vuelta de tuerca casi patológica. Porque yo le vuelvo a jurar que después lo tenía ganado Carlitos, pero, vaya uno a saber de dónde sacó fuerzas ese vikingo pelirrojo para volver a empardar la cosa y amenazar el reinado del murciano imperial. Y siguieron los ulala de los franchutes distinguidos, los toquecitos excelsos, los bombazos a las líneas, la regularidad incomprensible tras cinco horas de batalla despiadada. 

 

       Sea consciente, estimado lector, que aquel domingo 8 de junio de 2025 no eran Alcaraz y Sinner; eran Aquiles y Héctor, bravíos y estoicos, convencidos y sin medias tintas, románticos y temerarios perseguidores de la gloria eterna. Dos héroes paridos en los albores de una trama shakesperiana, de una novela medieval (como mucho de la modernidad temprana), dos caballeros sin armadura, arrojados e inconmovibles, derrochando sudor, talento y fortaleza mental sobre el polvo de ladrillo parisino. 

      Después de tanta reinvención del misterio prevaleció el guerrero nacido en la madre patria en un tie break a toda orquesta. Sin embargo, el resultado es la anécdota menor del anecdotario porque,  promediando aquella odisea,  entendí que ninguno merecía ganar o perder y eso me hizo sentir vivo en el presente, en simultaneidad con el aquí y ahora de la utopía. Mis viejos dormían la siesta y la tele, por fin, se había silenciado cuando entendí que algo mutaba en mi interioridad cascoteada; una reconciliación efímera e inacabada (muy inacabada pero peor es nada) con el deporte moderno se hizo carne con mi alma. Una pequeña cantimplora en medio del desierto. Un juguete perdido surfeando la selva del automatismo productivista.             

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Revista "Barro", Uruguay

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