Los malditos me tienen harto
Por Bruno Guerra Darriulat
Los poetas malditos, o mejor dicho, los artistas malditos (prefiero este término a efectos de esto que escribo), probablemente hayan marcado mi inicio en la literatura. No tanto como escritor, si es que se le puede llamar escritor a alguien que hace cosas tan olvidables (que es, en lo personal, la única manera contemporánea que concibo para la escritura), sino más bien como el lector empedernido que fui. La lectura de Poe, Baudelaire y Rimbaud fue fundamental para meterme de lleno en el mundo literario (y quizás también en los bordes borrascosos de la criminalidad), como las bandas de punk mas sucias ayudaron a aumentar mi curiosidad por la música y como motivación para comprar una guitarra.
No hay nada que valga la pena en ninguno de los pozos o en ninguna de las tumbas de ninguno de los escritores malditos, ni de los borrachos o yonquis, ni de los violentos o explotadores con aires mesiánicos. La genialidad siempre estará exacerbada por la generosidad y capacidad empática del artista. La mezquindad es, sin dudas, una de las limitantes más grandes, como lo es la pedantería (la pedantería real y no el divino deporte del incordio) y el pensamiento sectario. La oda a la vida miserable es, a fin de cuentas, una manifestación vaga, anacrónica y funcional a un sistema de consumo que, en general, es el gran enemigo y opresor de los artistas.
Como no hay amor posible en la burguesía emocional, no es posible tampoco, plantar una semilla en una tierra muerta sobre lo muerto, revivir viejas costumbres de una élite de camposanto. Las mejores disciplinas son asesinadas por la pretensión de compartir la miseria desde la miseria. No digo con esto que sea necesario un mensaje esperanzador en las obras, estas, muchas (demasiadas) veces, están plagadas de sentimentalismos estériles o de pretensiones publicitarias.
El mundo está hecho mierda y el que no lo quiera aceptar es un grandísimo hijo de puta o un demente. Y ser un pendejo drogón, por cheto amor al arte de emular un artista (cosa que, por otra parte, poco quiere decir), es tremendamente aburridor.
Sería un honor y un acto de nobleza mayúscula, hacerse a un lado de un oficio lleno de idiotas amateur, sí, pero sobre todo lleno de burgueses o pichones de fascistoides aspiracionistas. Es así, que lejos de lo literal y jugándome entero a una alegoría lateral, hay más oficio de artistas en la obsecuencia de las labores más precarizadas, que en la ceniza que cae de la punta del cigarro del poeta que mira, como un zombi, y calentito en su privilegio, una pantalla led.
