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La estrella de Juan Moreira

Por Martina Bertone

I

        Una de las sentencias que repitió el poeta Leopoldo María Panero sin cansarse nunca fue: «busca la piedra que el escultor ha descartado: he ahí la piedra angular». O bien, «IN STERCORE INVENITUR», eco alquímico y eco medieval que puede decirnos lo mismo que esta revista: en la inmundicia lo encontrarás. De otro modo, lo que se busca está allí, donde se lo escondió para no verlo o donde se lo depuso. El tesoro en la basura. Bien que el despojo se entierra, se mezcla, se junta con piedras, con agua, con raíces, y un día el barro se subleva

        Todo esto tiene algo que ver con Juan Moreira, con Vicente Rossi, con el Circo Criollo y, ya se ve, con el tango. O mejor, con una milonga. Vamos yendo. 

        El 28 de noviembre de 1879, en la sección «Dramas policiales» del diario La Patria Argentina, Eduardo Gutiérrez comenzó a publicar Juan Moreira. El folletín fue un suceso literario en tiempos propicios: el mismo año, José Hernández había dado a la imprenta La vuelta de Martín Fierro, con un primer tiraje de 20.000 ejemplares. Moreira y Fierro (este Fierro) son, como apuntó Josefina Ludmer (1), los dos héroes populares que nacen juntos en la modernización; el gaucho pacífico y el violento, los dos futuros posibles del Martín Fierro de 1872. Los dos, también, favorecidos por una consagración teatral, aunque bien distintas: uno, con Lugones en el Odeón, el otro, con los Podestá en el picadero del Circo Criollo. Pero dejemos a Fierro y regresemos al comienzo del párrafo. ¿Un suceso literario en la sección «Dramas policiales»? 

        El personaje ficticio de Gutiérrez tuvo, como se sabe, un fundamento histórico: el Juan Moreira (o Juan Gregorio Blanco) de carne y hueso que nació en 1819 o 29, vivió aprés a la criminalidad y murió en 1874 alcanzado por el bayonetazo de un soldado de la policía de Buenos Aires cuando estaba a punto de saltar la tapia del «Café de la Estrella» de Lobos. Ya llevaba un tiro en la cabeza, y después del bayonetazo llegó el hachazo en la nuca. Con todo eso, Moreira todavía alcanzó a descerrajarle un balazo al soldado, acertarle en un ojo, salir corriendo y darle un golpe de daga al sargento Varela (el del tiro en la cabeza) causándole una herida en la mano. El expediente del proceso judicial del Moreira histórico, que se conserva en el Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires (igual que los cinco cuadernos manuscritos de La vuelta de Martín Fierro), da cuenta de todo esto.

 

          ​Uno de los documentos incorporados a la causa, el informe forense del Dr. José Piñeiro (el médico que examinó el cadáver de Moreira), ofrece una imagen poderosa: «He reconocido las heridas que han sido inferidas a Juan Moreira y son tantas y numerosas que juzgo excusado la descripción especial de cada una (...) las heridas del pecho y vientre eran suficientes por sí solas para ocasionar la muerte» (f. 135) (2). Eso, junto con unas pocas formalidades, es prácticamente todo lo que se dice en el parte. 

        Es lógico suponer que un médico que ejerció su profesión en casi cualquier momento del siglo XIX en esta purple land no habría sido un espíritu susceptible de impresionarse por ver un cuerpo magullado. Y sin embargo, en el lenguaje fugitivo de ese estrecho informe quizá pueda adivinarse una conmoción. El Dr. Piñeiro encuentra innecesaria la descripción de todas las heridas que identifica en el cuerpo de Moreira por ser muy cuantiosas, pero lo cierto es que no es capaz de describir ninguna, ni siquiera las del pecho y el vientre que lo mataron. El cadáver tajeado, acribillado y mutilado de Moreira recuerda a Héctor; algo legendario, brutal y admirable ya existía en torno a esta figura de bandido rural ultimado/gaucho-titán vencido. En la novela, Gutiérrez lo cuenta así:

 

Cuando los vigilantes se convencieron por la inmovilidad del cuerpo, de que Moreira estaba realmente muerto, se acercaron al cadáver y le dieron vuelta.

Se decía que Moreira era tan valiente y no había sido herido nunca, porque usaba cota de malla, y era preciso convencerse si aquello era cierto.

Los labios del cadáver estaban sonrientes, parecía que aún provocaba a la lucha con palabras despreciativas.

Aquellos hombres abrieron la pechera de la camisa y miraron aquel pecho admirable por su modelación lanzando un grito de asombro.

El pecho de Moreira estaba realmente cubierto por una cota, pero no era de malla de acero, sino un tejido de enormes cicatrices que lo cruzaban en todas direcciones, heridas cuya existencia no se había conocido nunca, porque el altivo paisano cuando las recibía, iba a curárselas donde nadie pudiera verlo.

Decían que una de aquellas cicatrices, que marcaba un largo de dos centímetros bajo la tetilla derecha, había sido recibida en la segunda lucha con Leguizamón.

Desde la cintura hasta los hombros se podían contar nueve heridas, de las cuales tres eran de arma de fuego; en el muslo derecho, a la altura de la rodilla se veía una cicatriz de bala y su hombro izquierdo, a manera de presilla, estaba cruzado por un hachazo que había dejado allí una cicatriz de un centímetro de profundidad.

Esta era la cota de malla que había vestido Moreira para evitar la muerte que casi diariamente le había salido al encuentro. 

        Varias décadas después, en este margen, Osiris Rodríguez Castillos le daría a las mismas cicatrices un sentido muy distinto para uno de sus personajes (3). «La patria era muy gurisa cuando nació Santos Niebla», pero cuando se jubiló, ya era un Estado consolidado y moderno, o en vías de serlo, y esos costurones le valieron como testimonio de sus años de servicio para recibir su merecida pensión. Pero es cosa conocida que ni el Moreira histórico ni el literario llegaron a viejos. Tenían que morir fatalmente porque el gaucho (haya sido, o no, malo, vago o desertor; haya sido, o no, servidor) no tenía espacio en el esquema de las nuevas naciones que dejaban atrás la barbarie del siglo XIX para internarse en la civilización del cambalache. A cambio, se lo transformó en mito identitario, leyenda originaria y modelo popular que dio lugar a múltiples expresiones de raíz literaria, teatral, musical y plástica. En la magnífica «Milonga del trovador», con música de Ástor Piazzolla, Horacio Ferrer hace decir al trovador: «Soy de una tierra hermosa de América del Sur / en mezcla gaucha de indio con español». Curiosamente, el indio, el español y el gaucho son los tres grupos que la formación republicana anuló con total éxito por las vías de la expulsión, la asimilación o la aniquilación, según el caso. Pero es la suma que ya sublimaba la poesía nativista de Fernán Silva Valdés en 1929 en estos conocidos versos: «Gaucho, / naciste en la juntura de dos razas, / como en el tajo de dos piedras / nacen los talas». En ese momento, pues, ya estaba cristalizado el mito para todo el espacio cultural del Río de la Plata, y los gauchos de la literatura se habían transfigurado en un emblema local y a la vez universal (4), un espíritu de la tierra que ya no tiene que refalarse a los toldos o morir colgado de un muro ultimado por una partida policial, sino que puede irse al paso, recortarse contra el cielo y fundirse sereno con la pampa dormida como lo hizo Segundo Sombra, «más una idea que un hombre». O como en los versos de Yamandú Rodríguez donde el espectral cantor legendario que payó con el diablo se evoca a sí mismo: «Soy Santos Vega: tu olvido».

II

         De la amplia producción folletinesca de Eduardo Gutiérrez, es claro que Juan Moreira fue su título más sobresaliente. No fue el único, también tuvieron una importante difusión El tigre de Quequén (1880), Juan Cuello (1880) u Hormiga Negra (1881), por mencionar solo algunos. Su gran recepción, como estudió Jorge B. Rivera (5), es explicable en el marco de la modernización por una serie de transformaciones en los circuitos de producción y consumo de textos literarios. Estos cambios, por un lado, redefinieron el papel del escritor (Gutiérrez es un profesional, asalariado, que publica su literatura en un medio masivo), y por otro, dispusieron la formación de un público lector allí donde no lo había (una inmensa y heterogénea clase media urbana y rural que se vio atraída por una literatura de fácil acceso y tema ajustado al gusto popular).  

           Pero Juan Moreira sí que trascendió. Primero, lo hizo del folletín al libro, que fue impreso por los talleres gráficos del propio periódico La Patria Argentina. Más tarde, de la mano de los Podestá, llegaría el verdadero «momento Juan Moreira», como lo denominó Mariano G. Bosch (6). En 1884, esta compañía circense de artistas uruguayos estaba haciendo algo que, muy posiblemente, suene familiar y actual: buscándose la vida en Buenos Aires. Ciertamente, lo lograban. Para el momento, los Hermanos Podestá eran, junto con los Hermanos Carlo, una de las dos compañías establecidas en la capital, y el memorable payaso «Pepino el 88», el personaje de Pepe Podestá, ya era por todos conocido y querido. 

         Hijos de padres genoveses llegados al Plata en los marciales años 40, nacieron en Buenos Aires los dos hermanos mayores, Luis y Jerónimo Podestá. En nuestra orilla, donde finalmente se afincó el clan, nacieron Pedro, José, Juan, Graciana, Antonio, Amadea y Pablo. Vivieron su niñez en Maldonado y Andes, de cara al río y a la agreste y barrancosa zona sur de Montevideo. Por esos campos y esas playas crecieron entre piruetas y chapuzones los «gauchos del circo» que iban a acabar fundando, según algunos críticos, y merced a Moreira, el teatro ¿argentino? Para Bosch, no. Ya se verá. 

 

         ​La historia de cómo llegaron los Podestá a representar Juan Moreira se ha contado demasiado y no es necesario repetir los detalles (7). Baste con decir que en 1884, Alfredo Cattaneo, representante del Politeama Argentino —donde actuaban los Hermanos Carlo—, llevó a Eduardo Gutiérrez la propuesta de escenificar la historia de su personaje en una pantomima. El problema, para Gutiérrez, era que no había en la compañía de los Carlo nadie capaz de encarnar a Moreira. Para eso se precisaba «un hombre que fuera criollo, que supiera montar bien a caballo, que accionara, cantara, bailara y tocara la guitarra, y sobre todo que supiera manejar bien un facón; en fin, un "gaucho"» (8). Quien reunía todas esas condiciones, ya sabemos, estaba trabajando en el circo Humberto Primo de Pablo Rafetto: era el payaso uruguayo José Podestá. Este actor sí convenció a Gutiérrez, y los Carlo lo contrataron junto al resto de la familia para poner a andar la pantomima. 

        Era una puesta fundamentalmente gestual, los personajes no tenían parlamentos sino que todo lo expresaban con mímica, con la excepción de los cuadros en los que había música y canto. Se tocaba un gato con relaciones (ya hablaremos de esto), y también se cantaba un estilo (que según Podestá, fue la primera pieza de su género que se tocó en una representación teatral). La obrita fue todo un éxito, pero se presentó trece veces y no más porque los Carlo debían partir a Río de Janeiro. Allá fueron también los Podestá, para luego regresar a Montevideo y salir después para La Plata. Fue en esa ciudad donde se constituyó formalmente la compañía Podestá-Scotti (que era la asociación de los hermanos Jerónimo, Juan y José, con su cuñado Alejandro Scotti), y poco después, en Buenos Aires, por sugerencia de Egesipo Legris, se volvió a representar la pantomima  Juan Moreira con renovado éxito. Al tiempo, conversando Pepe Podestá con León Beaupuy, un francés muy aficionado al circo, se produjo un diálogo sobre la obra que el actor recuerda así: 

-Yo he visto muchas pantomimas en Francia, entiendo algo la expresión de la mímica, y sin embargo anoche me he quedado en ayunas en algunos de los pasajes de la obra: y si esto me pasa a mí, que he visto tanto, qué no les sucederá a los más negados que yo?

-Observe, amigo León, que junto con la mímica se produce el hecho que la hace comprensible. 

-Convenido, pero no siempre. Por ejemplo: ¿Qué dice el soldado al alcalde después de haber ido a ver quién llamaba a la puerta de la calle?

-Nada más claro: -y haciendo la más expresiva mímica le fui indicando: -«Allí está Moreira».

-¿Y por qué en vez de hacer mímica no dicen: «Señor, allí está Moreira que quiere hablar con usted». ¿No es más claro y más fácil? (9)

          Más allá de la incomprensión que declara el francés frente a algunas escenas, es claro que ya se había operado un cambio en el público que, quizás por su familiaridad con el argumento de la novela de Gutiérrez (y por una fuerte afición al circo formada desde el rosismo), demandaba para su disfrute de una relación más comunicativa con el espectáculo. Así se hizo, y el 10 de abril de 1886 se estrenó en Chivilcoy el drama hablado Juan Moreira que, como resume Ángel Rama, no fue más que «una adaptación de las partes habladas de la novela de Gutiérrez, a una serie de escenas extraídas de la pantomima»(10).

       Cualquiera que haga una rápida pesquisa encontrará un consenso general entre los críticos e historiadores modernos del teatro regional sobre que, en este momento que acabamos de describir, se fundó el teatro nacional de raíz popular. ¿Nacional de aquí o de allí? Varios resuelven: «el teatro rioplatense». Pero, como ya adelantaba, existieron voces contrarias a la legitimidad de esa fundación, entre ellas la de Mariano Bosch. Veamos lo que decía: 

 

El conocido i elegante escritor don Manuel Ugarte, en su libro editado en Europa i titulado «Las nuevas tendencias literarias», en el capítulo titulado «El teatro criollo», estudia minuciosa i atentamente los fundamentos de éste i las razones á que obedece la formación del teatro nacional en cada país, pero le acuerda al Juan Moreira, del circo Podestá & Scotti, una importancia de que carece, primero porque muchas obras verdaderamente de ese carácter le han precedido, no ya como feria, ni diversión, pantomima sin música y hablada, etc., con caballos i en el picadero, sino con todos sus caracteres de producción de escenario de teatro, hechas por actores i no por clowns, pruebistas y acróbatas; i luego porque el momento Juan Moreira, no fué sino un retroceso i un incidente: retroceso, porque muchos años había que Salvini había representado, en el teatro Colón, obra dramática buena (...) i fue incidente, porque á los cien años de escribirse obras nacionales, más criollas que todos los Juan Moreiras, que aparezca un extranjero, —(los Podestá, los Scotti, los Anselmi, no son arjentinos)—, i en un circo haga una cuasi-pantomima con argumento inspirado en un folletín de La Patria Arjentina, no puede este hecho constituir otra cosa, en la historia general i particular del teatro arjentino, que un mero suceso tan sin importancia como la aparición de las montañas rusas, Onofroff ó el Panorama de la batalla de Plewna (11).

        Es posible que, en 1910, Bosch no tuviera todavía la perspectiva que solo da el tiempo para medir las verdaderas dimensiones del fenómeno que habían originado los Podestá con su Juan Moreira. También parece claro que su postura se inscribe en la conocida tensión entre las formas populares del arte y la alta cultura. Las oposiciones que trabaja son elocuentes en este sentido: feria, diversión, pantomima, caballos vs. caracteres de producción de escenario de teatro; picadero vs. Teatro Colón; clowns, pruebistas, acróbatas vs. actores. Pero me interesa el confuso razonamiento sobre el «retroceso» y el «incidente». Bosch sostiene que la consagración del drama gauchesco Juan Moreira como momento inaugural del teatro nacional argentino fue un retroceso porque, tiempo atrás, Tomasso Salvini ya había presentado en el Colón «obra dramática buena». En efecto, se refería al drama El ciego, de Luis Vicente Varela, que estrenó Salvini en 1871. Por otra parte, fue un incidente porque los Podestá no eran argentinos, sino orientales. Sin embargo, también lo era Varela, a quien Bosch presenta en su obra como un autor argentino. Tampoco parece considerar en sus argumentaciones nacionalistas un dato que él mismo da: Tomasso Salvini, quien por supuesto que era italiano, no representó aquel drama en español, sino en una traducción a su lengua de Basilio Cittadini. 

        Coinciden razonablemente con Bosch otros estudiosos en que el teatro argentino no «nace», propiamente, con el drama Juan Moreira, antes se reconocen múltiples antecedentes que, desde tiempos coloniales, fueron configurando la escena teatral local. Esta es la opinión de Raúl Héctor Castagnino (12), quien no obstante identifica en la obra de Gutiérrez y Podestá, si no la inauguración, el momento de consolidación del género. Para él, en torno a esta puesta coinciden y proyectan una continuidad, por primera vez, los cuatro elementos socioestéticos fundamentales para el establecimiento de una dramaturgia nacional: autores (textos y temáticas), actores (intérpretes), público (destinatarios) y crítica (valoración). Dice Castagnino: 

Con la dramática «gauchesca» que rebrota en 1884, aparecen los intérpretes criollos, el texto con resonancias lugareñas, la atención de una crítica ya avezada en la apreciación del teatro foráneo, y el público. Público en el sentido social más amplio; no élites, no los estratos de incultura, sino pueblo. Las gradas del circo, en torno del picadero, mezclaron las diferencias sociales y produjeron la identificación, la comunidad unida, la comunión con el hecho teatral (13).

        Esta inédita «comunión» del pueblo con el hecho teatral fue tributaria de la potente compenetración que tuvo el público con el argumento que se le ofreció. Sabidas son las varias anécdotas que circulan desde esos tiempos sobre los espectadores del circo que se arrojaban al picadero para defender a Moreira del actor que lo atacaba. Además de ser graciosos cuadros sobre la inocencia de una época, las historias prueban hasta qué punto la fantasía moreirista llevó a la gente a no poder distinguir la realidad de la ficción. Ahora bien, un fenómeno de identificación de esta naturaleza no pudo ocurrir en una circunstancia cualquiera. Hoy no sucedería, ni tampoco lo experimentó Salvini en los grandes teatros de Buenos Aires. Aún los Podestá no hubieran podido protagonizarlo sin un marco propicio y oportuno como el que tuvieron. Hubo de existir, explica Castagnino, una atmósfera particular, largamente incubada desde la gauchesca primitiva (y pasando por Sarmiento, Echeverría, Del Campo, Martín Fierro, hasta los folletines de Gutiérrez), que se articuló con las condiciones sociohistóricas provocadas por el aluvión inmigratorio, la campaña contra el indio y la preocupación por la modernización y el progreso. Toda esa suma contribuyó a la formación de un clima muy específico, que Castagnino define como un estado de «saturación ambiente del tema gauchesco». En tal sentido, el  «momento Juan Moreira», del que hablaba Bosch, solo vino a cristalizar ese cúmulo de asociaciones en un medio donde ya predominaban.

        Es preciso volver a mencionar la proximidad entre Fierro y Moreira. Proximidad que Ricardo Rojas (14) vio como una transmigración narrativa: las hazañas épicas y el alegato del gaucho perseguido de Martín Fierro se reeditan en la novela de Gutiérrez, y luego se vivifican en el circo de los Podestá. El brío, la audacia y la valentía de estos gauchos literarios (que ahora estaban corporizados, podían ser vistos y oídos) tomaron viso de areté identitario e incidieron en la moral popular. Pero también su fiereza, su agresividad con frecuencia gratuita y su destreza cuchillera fueron el modelo de una violencia falta de medida en el comportamiento de algunos grupos que, poco a poco, irían componiendo una nueva figura. Federico M. Quintana se refirió a estos «matones» como una suerte de caudillos a escala degradada —ahora restringidos en su accionar por la formalización de las instituciones— que significaban un nuevo peligro social. Dice:

 

La ola de matonismo que sacudió a la Argentina, entre los años 80 y 90 (...) no se limitó a apoderarse de la campaña, sino que invadió la ciudad precisamente cuando más se hablaba de la transformación radical de nuestras costumbres. ¿De dónde brotaba ese torrente de energía mal orientada? ¿De ardor incontrolado? ¿De agresividad sin medida? ¿Retoños de los primeros tiempos republicanos? ¿Consecuencia de la soledad de la pampa? ¿Fruto de la guerra del desierto? ¿Espejismo creado por la literatura gauchesca? De todo un poco, pero, antes que nada, superabundancia de savia y exceso de fantasía (15).

        Es cierto y razonable que el nuevo tipo humano de estas jóvenes repúblicas no podía nacer sin arraigo en los dos elementos que sobraron en el Plata durante el siglo XIX: la violencia y la literatura. Una literatura, además, que despunta con Hidalgo ya anclada en la musicalidad del cielito y en la forma dialogada, para consumarse épica en la payada del perseguido. Reyerta, política, canto y poesía, todo latía. Entre el campo y la ciudad estaban las orillas y el suburbio. Por ahí pasó el circo alzando mitos de gauchos legendarios y alegrando con cabriolas, pericones y malambos con polvareda. Las nubecitas de tierra que harían alardear las botas sin taco raspando el suelo (cor-ti-ta-la-tren-za- chi-qui-toel-bo-tón) y el tintín de las espuelas como cuchillos afilándose, habrán dejado impresa en la imaginación de muchos la idea o el peligro de ser un día un Fierro o un Moreira, un valiente, un fugitivo, un peleador, un desgraciado, un seductor, un cantor. Algunas décadas después, unas seis o siete, una famosa milonga recordaría con gracia inigualable a aquellos que «al final del contrapunto / amasijaban a un punto / p’amenizar la velada». Para las primeras décadas del siglo XX, ya era una moda y una estética juvenil, pero no demasiado bravía: «queríamos ser gauchos completos», dice Silva Valdés en sus memorias (16). Y él,  hasta logró darse el gusto de tener su propia payada con un moreno (aunque este era un mulato), en la pulpería de Goday, en Casupá, y no terminó en amasijo. 

III

    La popularidad de Moreira campeó también en el Bajo pecaminoso de Montevideo, aún algunos años después de que los Podestá hicieran lo suyo. Hablando de su niñez en ese barrio perdido, cuenta Víctor Soliño que «recordaba a Carlín, el carpintero del conventillo, que los domingos, reunía a su compañía gaucha en el último patio y, previo pago de un medio, nos deslumbraba con la bravura de Juan Moreira o las hazañas legendarias de Santos Vega» (17).  Pronto la atención del joven Soliño mudaría del teatrito gaucho de Carlín hacia las muchachas que en esa misma calle (que podría ser Yerbal, Camacuá, Juan Carlos Gómez, Bartolomé Mitre, Reconquista o casi cualquiera del Bajo) trabajaban ofertando amores, o algo de eso. Vale mucho la pena leer las crónicas de Soliño, y también las de Collazo (las dos salieron por Alfa) para enterarse de todo aquello y comprender cómo fueron capaces de componer la elegía ciudadana de Adiós mi barrio, un pianto tanguero sublimado que grabó la Troupe Oxford en 1930 y que Los Olimareños tuvieron que convertir en candombe. Se descarta por completo la posibilidad de que se confundieran los barriosures (algo que podría pasarle a un joven de 2025, pero no a Braulio López y Pepe Guerra), por lo tanto, es una decisión artística que tiene que tener otra explicación (18). Hay muchos candombes extraordinarios, y Los Olimareños fueron icónicos difusores de ese rico repertorio. Igual Lágrima Ríos (no habrá ninguna igual, no habrá ninguna), que también grabó Adiós mi barrio, aunque mitad tango y mitad candombe, y tanto mejor por la canción. Reflexiono sobre esto e importa hacerlo pues parecería que, en algún momento, el Uruguay se vio en la obligación que no le impuso nadie de elegir uno de dos. Pienso que hoy (no pasaba hace cincuenta años, y era imposible hace cien; esto lo siento yo, pero no lo sentían mis abuelos, ni mucho menos sus padres) todos vemos revolar sobre nosotros una culpa nacional que la he escuchado sonar más o menos con estas palabras: «les entregamos el tango». No sé quién le clava ahora su puñal, pero ya no es la civilización. Habrá que ver si nos interesa desovillar ese ovillo.

        Vuelvo a lo nuestro, vuelvo al circo, y vuelvo al 80. Dije al pasar que las representaciones de la pantomima de Juan Moreira en el Circo Criollo no eran enteramente mudas, había música. Moreira todavía no hablaba, pero cantaba un estilo, y ya está dicho que se bailaba un gato con relaciones que, en una ocasión, tocaron unos morenos guitarreros que contrataron especialmente, y terminaron la función a las guantadas, según recuerda Podestá. Una nota de realismo improvisada que sirvió para entusiasmar todavía más al público, siempre gustoso de ver esas refriegas. 

        En 1889, la compañía vino a Montevideo y montaron el circo en una caballeriza en Yaguarón y Soriano. Para Podestá, fue una temporada inolvidable en la que representaron cuarenta y dos veces Juan Moreira (¡42!). Pero no sólo fue memorable por el total éxito obtenido, sino porque fue ahí cuando conoció a Elías Regules (padre). Este se acercó al final de la función y les sugirió cambiar el gato de la escena de la fiesta campera por el pericón. Puede sorprender esto: los Podestá no lo conocían, Regules se lo enseñó con un grupo de musiqueros orientales. Lo incorporaron al espectáculo con notable aceptación popular y, cuenta Pepe, que años después, Vicente Rossi le informó que los argentinos conocieron esta danza —que acabaría por ser su baile nacional— gracias al Moreira de los Podestá (o sea, gracias a Regules). Dijo Rossi en 1926: 

 

El Pericon es danza orijinal del paisano uruguayo. Así como la Güella fué en el predio Charrúa la danza de la era trájica, el Pericon lo fué de la paz y organizacion nacional, y parece simbolizarlo en sus placenteras figuras, en la obediencia a sus oportunos mandatos, en los colores patrios de su "pabellon". (...) A "Juan Moreira" debe la Arjentina el conocimiento y difusion de ese baile "criollo". Antes de la fundacion del Teatro Rioplatense solamente se bailaba en la campaña uruguaya. (...) Cuando Gutiérrez y Pepe Podestá prepararon la pantomina con que se inició aquel drama gauchesco, para la fiesta criolla que en ella se intercaló como el cuadro de mayor atraccion, no se les ocurrió baile mas típico y aparatoso que el Gato con relaciones, pues ignoraban la existencia del Pericon. Podestá convirtió la pantomina en drama dos años despues, y continuó con el Gato tres años mas escobillando en el picadero, hasta que la visita a Montevideo en 1889 le proporciona a "Moreira" la feliz sorpresa del pintoresco baile, que había de cooperar al mayor éxito y seguridad del nuevo Teatro en formación. 

Y luego historiza:

Así fue sustraída al silencio y aislamiento de la campaña uruguaya, la danza criolla mas hermosa, mas elegante y mas simbólica que con orgullo puede ostentar el Plata. 

Hacía apenas año y medio que la música del Pericon había pasado al pentagrama por primera vez, y esa fué la que sirvió para que "Moreira" lo condujese a su consagracion rioplatense.

Dicha música tiene su nota histórica. (...) Un dia de 1887, Bélinzon se entrevistó con el director del conservatorio de música de la Escuela (...) y le ordenó que tratara de recojer en sus fuentes de orijen, en la campaña, los motivos necesarios para proporcionar a la orquesta de la Escuela el Pericon nacional (...). Era el citado director don Jerardo Grasso, quién tomó la empresa con dedicacion y entusiasmo, logrando el mas completo éxito. Su trabajo sometido al peritaje de criollos congregados por Bélinzon (19), obtuvo el veredicto: "que se imprima cuanto antes". 

Y nació el Pericon para el arte, instrumentado para orquesta y piano; y pasó las fronteras de su patria, siendo tambien reproducido en el extranjero.

En el teatro gauchesco encontró elementos y ambiente para presentarse con todo su sabor criollo, y halló el perfeccionamiento de sus figuras. Y la alegre y animosa farándula precursora que con "Moreira" condujo el Pericon por tierras del Plata, recuerda la sorpresa con que era recibido en las poblaciones arjentinas por serles desconocido, y la familiaridad con que le hacían recepcion en las orientales, baile proverbial hasta en sus mas apartados ranchos (20).

        Hay que admitir que resulta al menos extraño que si el pericón era tan popular en Uruguay, no lo conocieran los Podestá. Pero ahí está el testimonio del propio José J., que no lo oculta. Lo cierto es que parece confirmarse la amplísima difusión de esta danza en nuestra tierra, pues explica Lauro Ayestarán (21) que durante el siglo XIX la palabra «pericón» se empleaba aquí de modo genérico para designar danza o trifulca (al uso de «milonga»), y que para 1885 se aludía al baile simplemente como «El Nacional», según testimonia Bauzá. Tan asimilado estaba como ritmo del país. Desde luego que otros autores disintieron también con este tributo que asignó Rossi al circo de los uruguayos. Uno, el folklorista Joaquín López Flores, que dice sobre esta danza: 

(...) hay todavía personas que quieren hacer aparecer “El Pericón” como una fantasía creada en el Circo Podestá sin tener en cuenta que el estreno de “Juan Moreira”, fué el día 2 de julio de 1884. (...) 

Dije al traer el tema, “sin tener en cuenta”, porque ya en el año 1858 lo había comentado Mantegazza y en 1870, hace lo mismo Cunningham Graham, y también lo cita don Domingo Faustino Sarmiento en “Recuerdos de Provincia”, por lo que podría asegurarse que “El Pericón” data de alrededor del primer tercio del siglo XIX, es decir, aproximadamente, cincuenta años antes que los Podestá lo utilizaran en su carpa. (...)

De cualquier manera que haya sido, elogiemos la labor de esos hombres, algunos de ellos de innegable sentimiento tradicionalista y evoquémoslos con cariño y respeto: José Podestá, Elías Regules (padre), Antonio Podestá y Nemecio Trejo, que colaboraron en hacer que nuestro “Pericón” no desapareciera (...). 

         También Ayestarán juzga equivocado a Podestá (y por ende, a Rossi) en que el pericón era desconocido en Argentina hasta Moreira (Ventura R. Lynch transcribió la música de dos pericones en 1883, y José Zapiola ya refería que en 1817 San Martín lo llevó a Chile). Más aún, dice Ayestarán que era «la música de moda» cuando el circo llegó a Montevideo, y registra tres composiciones de la época: la de José L. Pérez, la de Bernabé Obeso y la de Gerardo Grasso. Esta última fue la que tocaron los Podestá en su obra, y es la versión que todos nosotros conocemos y bailamos en 6º año. Sin embargo, sí parecen coincidir Rossi, Ayestarán y López Flores en algo: los Podestá revitalizaron esta música, contribuyendo (de forma más o menos aceptada por todos) más que nadie a su consagración como danza nacional de la Argentina y del Uruguay. P. Berruti, luego de trazar sus antecedentes en el siglo XIX explica que «después de 1880 decae la boga del Pericón, pero afortunadamente el circo tuvo la virtud de hacerlo revivir hacia fin de siglo y contribuir a llevarlo hasta la categoría de danza nacional» hasta que pasó lo que pasó con Moreira, y entonces:

La boga que alcanzó el Pericón en los primeros años de nuestro siglo fué extraordinaria; en todo el país se lo bailó con verdadera unción patriótica y desde entonces es para nosotros unas de las danzas más estimadas y significativas.

El compositor Antonio D. Podestá (...) estrenó en 1900, en Buenos Aires, una obra lírica intitulada “Por María”, en la cual incluía un Pericón; el éxito de éste, que se conoció como el “Pericón por María”, fue extraordinario y contribuyó notablemente a la difusión de la danza. 

El pericón del circo tenía más figuras que el primitivo, y con los años éstas fueron aumentando, llegando a veces hasta la exageración. Al respecto cabe decir que la hermosa figura del “pabellón”, tan emotiva, tan cara a nuestros sentimientos y tan típica —hoy no concebiríamos un Pericón sin ella— fue creada, según C. Vega, por José J. Podestá, en 1893, también por mediación de otro meritorio espectador, quien había visto una similar en Tacuarembó (23).

        Si hasta el propio Bosch, tan refractario a los cirqueros uruguayos, admite que «lo único aceptable y de verdad que había en esa pieza [en Juan Moreira], era el baile bellísimo del pericón y el canto de los estilos criollos de la rubia María Podestá, i algunos del propio Pepe Podestá» (24). Ya decía Berruti que Antonio Podestá compuso su propio pericón, el mentado «Por María», felizmente grabado en varias ocasiones. No corrió la misma suerte otra composición de Antonio Podestá que, según parece, también tuvo un signo primigenio… Y esto es lo que quería contar. 

IV

        Cambio un poco el tono, y vuelvo al comienzo, vuelvo a Josefina Ludmer. Hace un tiempo, leyendo El cuerpo del delito, me detuvo una nota al pie. Esto decía: 

«Héctor y Luis J. Bates (La historia del tango. Sus autores, tomo I, Buenos Aires, Cía. General Fabril Financiera, 1936, p. 24): "En el año 1889 se bailaba por primera vez una milonga en un escenario del Río de la Plata, y tal honor corresponde a ‘La estrella’, de don Antonio Podestá, quien la escribió para el primer drama criollo que se representó en nuestro teatro, ‘Juan Moreira’, en la época que los personajes de la obra no hablaban todavía, reduciéndose el espectáculo a una simple pantomima a la que se puso música para matizarla"»(25).

        Como millennial, de inmediato fui a buscar esa milonga a YouTube. Me vencía la intriga de saber cómo había sonado aquello. Nada encontré. Probé con Spotify, por si acaso. Menos. Lo próximo: búsqueda en Google. Nada significativo. Ni rastros de «La estrella». Investigué si en SADAIC existían composiciones registradas de Antonio Podestá. Me encontré con «Por María», «Como abrazado a un rencor» (aquel tango de «“Está listo”, sentenciaron las comadres…») y otras obras del hermano de Pepe, pero comprendí que no inscribió en la Argentina su milonga para Moreira. Busqué por toda la tierra y todo el cielo el libro de los Bates, con la esperanza de encontrar, al menos, la partitura. Ni bibliotecas cercanas, ni internet, ni amigos, nadie lo tiene. La búsqueda bibliográfica se puso seria, y solo daba con la misma referencia al texto de los Bates repetida casi idénticamente. Por ejemplo, en esta cita de Jorge B. Rivera: «Según la información de los hermanos Bates también pertenece al ámbito del circo criollo el primer ejemplo de milonga bailada en un escenario, en este caso La estrella, de Antonio Podestá, escrita en 1889 para las representaciones de Juan Moreira» (26). No pude encontrar a ningún autor que aportara algún dato sobre esta milonga que pasara de allí, y esto con total desazón: la primera milonga que se bailó en un escenario del Río de la Plata, ¿y nadie la publicó? Luego, escudriñando Todo Tango encontré en una semblanza de Antonio Podestá escrita por Néstor Pinzón lo que fue la verdadera sentencia de las comadres: «Finalmente, reiteramos su milonga “La estrella” de la que no se conocen grabaciones y, posiblemente, tampoco partitura que haya sobrevivido» (27). Estaba listo, perdí la fe… pero la recuperé cuando me vino la idea peregrina de que, igual que yo, todos hubieran buscado esa partitura en el país donde no estaba. Admito que pensé que era muy poco probable que estuviera en Uruguay, pero «IN STERCORE INVENITUR», acá estaba. Apareció en el Museo y Centro de Documentación de AGADU. 

        Yo no sé música, así que le pedí a Álvaro Hagopián que me hiciera el buen favor de hacerla sonar, y lo hizo. Era una milonguita simple, pero alegrona como aquellos primeros tangos que le gustaban a Borges. Oírla tenía, claro, toda la emoción de estar rescatando una melodía inaugural que sonó por primera vez en 1889 en el viejo circo, y se perdió un siglo para renacer, en 2024, en el Prado. En seguida pensé en el Chúcaro, el bailarín de la noche, don Santiago Ayala, el gran bailarín, cuando afirmaba: el compadrito no es otro que el gaucho del sur. Decía Ayala que los gauchos del 80 salían en carretas tiradas por bueyes en viaje hacia el sur, en busca de sal. El viaje era largo, lento y peligroso, por tierra de indios. Cuando regresaban a Buenos Aires, buscando todo lo que no había en la pampa, no los dejaban entrar a los burdeles. Por la pinta, no los dejaban. Sin más remedio, pasaban por las casas de alquiler y se apartaban de sus pilchas para entrajarse. Pero no abandonaban el poncho, por eso los dos, el gaucho y el compadrito, lo tienen (uno al hombro). Menos abandonaban el cuchillo. Por eso, también, los dos lo tienen.  Y así, sí, se les permitía el ingreso a los bajos sitios endiablados donde se estaba empezando a usar un baile nuevo y carnal, primeramente odiado por la gente bien, al que Lugones llamó «reptil de lupanar». Sobre el origen prostibulario y pendenciero pero festivo del tango, no tiene ninguna duda Borges. Entonces pensé, cómo no, mientras Álvaro tocaba la alegre milonguita de Podestá, en Moreira y ese destino de muerte violentísima que lo encontró, en la literatura o en la realidad, en el prostíbulo o café “La estrella”, donde bien podría haber sonado la melodía homónima que estaba escuchando yo, mientras Chirino o Varela gatillaban.    

        Dije que la milonga se perdió un siglo, pero no es así. Cierto es que nunca se grabó (increíble) ni aquí ni en Argentina, al menos hasta donde pude llegar y hasta donde supo Pinzón. Pero «La estrella» de Podestá no estaba, verdaderamente, perdida. Antes estaba publicada en un famoso texto del que aquí mismo ya se habló, y del que antes hablaron varios de los autores que mencioné. Adrede lo dejé para el final porque yo misma, en mi pesquisa, hice este camino largo para llegar a un libro que tenía en un estante, justo al lado del escritorio donde estoy escribiendo ahora. No es retórica, estaba exacto a mi lado pero, simplemente, no se me ocurrió. Tampoco se les ocurrió a los que ubican la noticia de la primera milonga bailada en un escenario del Río de la Plata en la obra de los Bates, de 1936. Ciertamente, la información está dada en un libro que fue alguna vez «leyenda de bibliófilos», según Horacio Jorge Becco, pero ya hace tiempo que no lo es más (ya lo dije, hasta en mi biblioteca se lo encuentra). Hablo del hasta hoy curioso, personalísimo y siempre controversial Cosas de negros, que Ángel Rama consideró «admirable libro», y a su autor, un precursor olvidado del movimiento criollista, que en literatura integraría junto con Fernán Silva Valdés, Pedro Leandro Ipuche, Justino Zavala Muniz, Francisco Espínola, Adolfo Montiel Ballesteros y Víctor Dotti. Dice el crítico: 

A este grande y ardiente uruguayo le debían mayor recuerdo sus compatriotas, más gratitud un país del cual historió costumbres vivas y menores con vigoroso afán polémico. Pero en este Uruguay nadie ha querido reconocerle como ciudadano natural: ni las antologías, ni las historias literarias mencionan su nombre, y desde que en 1898 (a los 27 años) se extrañó instalándose en la Argentina, sus compatriotas comenzaron a olvidarlo con su habitual rapidez para estas tareas (28).

        Nuevamente, «IN STERCORE…». Cuando Rama escribió lo anterior, por fortuna, comenzaba el (¿re?)descubrimiento de Rossi, pues su nota venía a reseñar la segunda edición de Cosas de negros, que publicó editorial Hachette en 1958, anotada por Becco. Allí, Rossi (como ya había hecho en 1910 en Teatro nacional rioplatense defendiendo la paternidad oriental de las formas originarias del circo criollo), postulaba el origen montevideano del tango, declarándolo descendiente directo (junto con la milonga) del candombe. Quizá se comprenda por qué fue polémico, y por qué tendió a soslayarse tanto aquí como en la hermana república. Aceptar a Rossi es aceptar, por un lado, la inmensa influencia de los negros en la sociedad blanca montevideana, algo a lo que no siempre el Uruguay estuvo dispuesto. Ha mejorado. Por otra parte, aceptarlo, o al menos negociar con él… ni hace falta que lo diga. Todavía estamos discutiendo el origen de Carlos Gardel aunque la memoria oral habla con contundencia y hay quienes llevan años aportando pruebas para demostrar su procedencia, que no es francesa. Así de fuertes son ciertos mitos. Y qué decir del género que lo elevó a esta categoría.

        Como sea, parece cierto que los argumentos de Rossi no son sólidos. Los discute Borges (quien, por otra parte, como Rama y mucho antes, reprochó a sus contemporáneos el desconocimiento del uruguayo y profetizó su descubrimiento) en las muy citadas líneas: «El tango es porteño. El pueblo porteño se reconoce en él, plenamente; no así el montevideano, siempre nostalgioso de gauchos. De cualquier modo, estoy más convencido de la procedencia uruguaya de Rossi que de la procedencia uruguaya del tango»(29). Lo problematiza seriamente, también, Lauro Ayestarán, que se refiere a «el simpático, pero muy discutible [libro] de Vicente Rossi “Cosas de negros”» (30). Lo demuestra, de igual forma, el propio Becco a lo largo del texto en las atinadas notas de su edición. Sin embargo, Cosas de negros fue para todos ellos, y sigue siendo para nosotros, una rica lectura y, con todas las precauciones del caso, una fuente. Porque es verdad que fue Vicente Rossi un testigo de mucho de lo que cuenta, y si no es un metódico historiador, sí es un valioso cronista de costumbres. Y es, también, ya lo adelantábamos, un documentalista, a cuyo esfuerzo debemos la preservación, entre otras cosas, de nuestra milonga perdida. Cierto, desde 1926 puede leerse:

«Juan Moreira» ofreció al público la primer milonga que se bailó en los escenarios del Plata, en el de su famoso circo varias veces precursor. El cuadro final de ese drama se desarrolla en el patio de una casa de diversión orillera, donde bailan algunas parejas unas vueltas de milonga sin «corte», cuya música compuso expresamente Antonio Podestá y se estrenó en Montevideo, en la memorable jornada del local de la calle Yaguarón (1889). [Véase nota 24, en la pág. 284] (31)

        Ya observaba Horacio Ferrer (32) que los temas que abrazó de forma masiva la cultura rioplatense recalan en estas dos manifestaciones artísticas que venimos trenzando: el teatro de origen popular y el tango. Los dos destinados a amalgamarse luego en el sainete criollo, crisol definitivo de la pluralidad social de esta comarca. El carácter «varias veces precursor» del Circo Criollo de los Podestá en todo este proceso, he intentado rezumarlo en las páginas precedentes. La nota 24 es, en efecto, la escurridiza partitura de nuestra milonga. La reproducción de esa página es lo que se conserva en AGADU, y que presentamos en esta nota. Como yapa (¡otra que yapa!), compartimos con ustedes la primera grabación conocida de "La estrella", compuesta por Antonio Domingo Podestá en 1889, y ejecutada en piano por el maestro Álvaro Hagopián, en abril de 2025.  

       

 

 

*****

        El desagravio que hace Ángel Rama sobre la obra de Vicente Rossi debería hacernos, al menos, revisar algunas cosas que hemos estado esquivando. Pudimos hacerlo porque, ya se sabe, el arte es largo y espera. Pero quizá sea el momento de volver a algunos temas old fashion, y quién sabe si no podemos encontrar todavía algún reflejo: sigue dando criollos el tiempo, aunque pocos lean al autor de ese verso también nacido aquí pero difundido allí. Con todo, aunque es sano y justo y necesario para nosotros vindicar lo que nos es propio (como hacen, sin pudor, los demás), conviene a todos acordarnos de que venimos, al final, de un mismo lodo. Un barro, sí,  que es igual, y un poco distinto, escribió Borges en su «Milonga para los orientales». Claro que eso tiene un límite, pero ya hemos visto hasta qué punto es trabajoso el deslinde. Por algo tienen los mismos colores las dos banderas, escribía también. 

           En fin… Americanos unión, gritó el oscuro montevideano, y se abrió una historia literaria. Ciérrese, pues, esta nota con el final del «Contrapunto entre el payador argentino y el payador oriental» (1888), de los hermanos José y Antonio Podestá.

ORIENTAL 

Deme un abraso aparcero... 

ARGENTINO

Como no se lo é de dar…

ORIENTAL

Que viva el gaucho Argentino.

ARGENTINO

 Y viva el gaucho Oriental.

La estrellaAntonio Podestá (Piano: Álvaro Hagopián)
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Notas:

(1) Ludmer, Josefina. (1999). «Los Moreira». En El cuerpo del delito. Un manual. Buenos Aires: Perfil Libros.

(2) Para un acceso rápido a la visualización del documento sugiero consultarlo aquí: https://es.wikipedia.org/w/index.php?title=Archivo:Causa_judicial_Juan_Moreira_1869-1879.pdf&page=14 

(3) Varela, Wenceslao y Rodríguez Castillos, Osiris. (s.f.).  Dos poetas orientales. Versos camperos. Compilación y notas de Victor Cavallaro Cadeillac. Montevideo: Editora Popular-Republicana.

(4) En la literatura nativista, esta universalización y monumentalización del gaucho se manifiesta también a nivel lingüístico. Se abandonan las marcas regionales de oralidad características de la literatura gauchesca en favor de un uso más estandarizado de la lengua escrita, al tiempo que, bajo el influjo de las vanguardias, se prescinde del verso octosílabo y de las formas métricas tradicionales. Pablo Rocca ha abordado estas dinámicas en «Vanguardia y nativismo (Los uruguayos & la recepción de Borges)», [Inédito]. 

(5) Rivera, Jorge B. (1967). Eduardo Gutiérrez. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina.

(6) Bosch, Mariano G. (1910). Historia del teatro en Buenos Aires. Buenos Aires: Establecimiento Tipográfico El Comercio.

(7) Remito, para enterarse, al propio Pepe Podestá: Podestá, José J. (1968). Medio siglo de farándula. Memorias de José J. Podestá. Buenos Aires: Subsecretaría de Cultura.

(8) Podestá, José J. Op. cit. (p. 42).

(9) Podestá, José J. Op. cit. (p. 49).

(10) Rama, Ángel. (1968). «La creación de un teatro nacional». En Gutiérrez, Eduardo y Podestá, José J. Juan Moreira. Enciclopedia Uruguaya, Nº 24. Montevideo: Arca.  (p. 341).

(11) Bosch, Mariano G. Op. cit. (pp. 472-474).

(12) Castagnino, Raúl H. (1963). Sociología del teatro argentino. Buenos Aires: Nova.

(13) Op. Cit. (p. 24).

(14) Rojas, Ricardo. (1957). Historia de la literatura argentina. Ensayo filosófico sobre la evolución de la cultura en el Plata. Los gauchescos. (Vol. II). Buenos Aires: Guillermo Kraft.

(15) Quintana, Federico M. (2000). «Tenorios y matones».  En Borges, Jorge Luis y Bullrich, Silvina. El Compadrito (p. 56). Buenos Aires: Emecé. (Texto original en En torno a lo argentino, Buenos Aires: Coni, 1941).

(16) Silva Valdés, Fernán. (1958). «Autobiografía». Apartado de la Revista Nacional, (193-194).

(17) Soliño, Víctor. (1967). Mis tangos y los atenienses. Crónicas. Montevideo: Alfa.

(18) Compárese, hablo de esto: https://www.youtube.com/watch?v=y-zWXE-2rfU.

(19) Se refiere al coronel Juan Bélinzon, director de la Escuela de Artes y Oficios de Montevideo.

(20) Rossi, Vicente. (2001). Cosas de negros (pp. 214-216). Buenos Aires: Taurus.

(21) Ayestarán, Lauro. (1978). El folklore musical uruguayo. Montevideo: Arca.

(22) López Flores, Joaquín. (1954). Danzas tradicionales argentinas (2ª ed.) (pp. 161-162). Buenos Aires: El Ateneo.

(23) Berruti, P. (1954). Manual de danzas nativas (pp. 203-204). Buenos Aires: Editorial Escolar.

(24) Bosch, Mariano. Op. Cit. (p. 475).

(25) Ludmer, Josefina. Op. Cit. (p. 270).

(26) Rivera, Jorge, B. (1976). «Historias paralelas» (p. 16). En Rivera, Jorge B., Matamoro, Blas y Gobello, José. La historia del tango. Sus orígenes. Buenos Aires: Corregidor.

(27) https://www.todotango.com/creadores/biografia/1409/Antonio-Domingo-Podesta/

(28) Rama, Ángel. (1959). «El solitario Vicente Rossi». Marcha, (960), (22 de mayo).

(29) Borges, Jorge Luis. (1927). «Ascendencias del tango». Martín Fierro, año IV, (37), 296-298.

(30) Ayestarán, Lauro. Op. Cit. (p. 150).

(31) Desde luego, este número cambia con la edición. Aquí transcribo la de Taurus (2001), ya citada.

(32) Ferrer, Horacio Arturo. (1960). El tango. Su historia y evolución. Buenos Aires: A. Peña Lilo.

Pepe Podestá como Juan Moreira, 1886. AGN Argentina. (portada)

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