La ambigüedad
de lo inacabado
Por Nacho Gomes
La institución literaria nos pide acción y clasificación: para que haya una historia tiene que pasar algo o esto no se sabe a qué género pertenece, repite el dogma corporativo, orgulloso de su fidelidad a la estructura madre. No nos sonrojamos al afirmar que gozamos hasta hoy de tan mentada tradición, pero tampoco dudamos en señalar que cabeceamos somnolientos frente a la ocasional rigidez de sus límites y sus tramas. Bostezamos sin vergüenza, el narrador y su tribu imaginaria, cuando los jefes olvidan el juego de la palabra y se tornan meros guardaespaldas del canon.
Dado este sentir ambiguo, en el que conviven amor y odio, diversión y aburrimiento, sentimos la necesidad imperiosa de buscar una alternativa superadora y, a su vez, degradadora. Nobleza obliga, también nos erotiza llevarles la contra a los comisarios de la estética y queremos darnos el gusto de no darles el gusto; por estos motivos y algunos otros revivimos esta cosa amorfa, inexpugnable y pasada de moda llamada Aguafuerte. Una cosa que merodea entre la columna de opinión y el artificio literario, entre la prosa poética y el ensayo, entre la certeza y la duda, entre la seriedad y lo humorístico, entre lo justificado y lo antojadizo.
Las aguafuertes, aparentemente viejas y testarudamente jóvenes, encarnan un algo rocambolesco y estrambótico, un algo lleno de digresiones, un algo barriobajero que va y viene por la ciudad, una lúdica aspiración al Todo que parece quedarse en la Nada y cuando parece quedarse en la Nada vuelve a escalar hasta el Todo. Textos poco eruditos, caricaturización de nuestra peripecia vital y contradicción inherente. Mezcla colorida cuyo estilo, indefinido pero inconfundible, desprecia la técnica y ennoblece el equívoco. Símbolo de la rebelión del grotesco creativo que se nos escurre como arena entre los dedos. Versatilidad intrépida que nunca será homogeneidad de letrados pulcros. Triunfo, efímero e imprescindible, del engendro fragmentario sobre la totalidad imperial.
