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Proyecto Felisberto: cuando la literatura se vuelve casa.
Entrevista a Mariana Percovich

     Mariana Percovich (Montevideo, 1963) es directora, dramaturga y docente. Entre 2015 y 2020 se desempeñó como directora de Cultura de la Intendencia de Montevideo y ha construido una trayectoria reconocida por montajes de gran potencia formal y estética. En 2025, tras una década sin estrenar, volvió a la escena con Fiesta Patria, una obra sobre la historia uruguaya presentada en el Cabildo de Montevideo en el marco del Bicentenario.

     Además, este año se cumple el centenario de la publicación de Fulano de tal, el primer libro de Felisberto Hernández. La efeméride ofrece la ocasión para volver sobre Proyecto Felisberto (2013), una ambiciosa adaptación escénica de cuatro relatos (Las hortensias, El acomodador, Nadie encendía las lámparas y El balcón) realizada junto al grupo Complot. Concebido para una casona montevideana, el espectáculo proponía un recorrido inmersivo y fragmentado: el público deambulaba entre habitaciones y escenas simultáneas, como si ingresara físicamente al universo felisbertiano.

     Más que una transposición literal, Proyecto Felisberto fue una relectura escénica que intensificó climas, obsesiones y objetos de su literatura. Con dramaturgia de Gabriel Calderón, Luciana Lagisquet, Santiago Sanguinetti y Alejandro Gayvoronsky, y música original de Fernando Cabrera, se convirtió en un fenómeno: ganó premios, agotó funciones y dejó una marca duradera tanto en el público como en los estudios críticos.

     A más de una década del estreno, esta entrevista con Mariana Percovich vuelve sobre el origen y la concepción del proyecto, las decisiones espaciales y de hiperdrama, la sincronización milimétrica de escenas, la música y el diseño de arte, la lectura de género en Felisberto, los desafíos de producción y sostenibilidad, la recepción del público y el legado de una obra que convirtió la casa en teatro.

 

Shubert Silveira: ¿Cómo surgió la idea de hacer Proyecto Felisberto? ¿Recordás cuál fue la primera imagen o intuición

que te hizo pensar que la obra de Felisberto podía trasladarse al teatro?

Mariana Percovich: Yo soy profesora de literatura. Estudié toda la literatura uruguaya, y cuando leía a Felisberto desde joven, me gustó muchísimo. Pensando en el teatro y en la relación con la literatura uruguaya, me parecía que en general había habido una revisión de los más realistas, es decir, Benedetti, Galeano o Mauricio Rosencof. Había una línea de cierto pasaje al teatro desde esa literatura. 

En cambio, con autores como Felisberto, Marosa o Levrero no había —en ese momento— proyectos teatrales. Después sí aparecieron obras que trabajaron con Levrero o con Marosa, pero en aquella época no. Yo estaba en la compañía Complot y le propuse a Gabriel Calderón: “Vamos a juntar un equipo de dramaturgos y a trabajar sobre los cuentos de Felisberto”.

Me parecía que, siguiendo esta línea de montar espectáculos fuera de los teatros, crear el espacio de la casa —ese espacio central en toda la narrativa de Felisberto— nos podía permitir un espectáculo interesante. Nos presentamos al Fondo de Fortalecimiento, y ganamos un fondo grande. Eso nos habilitó a llevar adelante todo el proyecto.

Pero todo parte de mi amor por la literatura de Felisberto Hernández y su mirada de un Uruguay raro, un Uruguay extraño y extrañado, que siempre me pareció fascinante.

SS: La obra se desarrolló en una casa antigua, con escenas simultáneas y público itinerante. ¿Por qué elegiste ese formato no convencional? ¿La idea de la casa estaba desde el principio?


MP: Cuando pienso en mis proyectos, en general los pienso para espacios. Por eso se les llama sitios específicos: el proyecto aparece en función de qué espacio. De hecho, la dramaturgia estuvo muy condicionada por la arquitectura de la casa. Además, yo siempre supe que quería hacer un hiperdrama, es decir, que las narrativas estuvieran conectadas y que el público pudiera elegir cómo seguir el espectáculo. Eso tuvo que ver con la casa: la cantidad de cuartos que tenía, el hall central, un sótano... Si hubiera sido otra casa, seguramente la estructura de la dramaturgia hubiera sido otra.

Se le pidió a los dramaturgos que eligieran cuentos en función de sus gustos, pero también de las posibilidades de personajes. La casa apareció desde la literatura de Hernández: si vos lo has estudiado, sabés que puede ser un teatro con un piano, una casa, los muebles, las repisas, los adornos, las sillas, los manteles... Todo eso es Felisberto. Me parecía que la casa era el espacio adecuado para hacerlo. Nunca se concibió para un teatro ni se adaptó para uno. De hecho, no se hizo más porque no podíamos seguir alquilando la casa, y no la pudimos llevar a otros países porque era muy cara de montar. El proyecto siempre fue muy fiel al espacio.

SS: ¿Cómo fue el trabajo con los cuatro dramaturgos para adaptar los cuentos? ¿Cómo se eligieron los cuentos?

MP: Cuando me decidí a trabajar sobre Felisberto Hernández, le propuse a Gabriel Calderón que fuera el coordinador de la dramaturgia. Intercambiamos sobre qué narrativas podían funcionar dentro de esta estructura de hiperdrama. Todas tenían cuatro escenas y una voz en primera persona, que era supuestamente el narrador, Felisberto, interpretado por Saffores. Ese personaje lo escribió Gabriel.

Además pedí que hubiera una mujer, porque me parecía que la literatura de Hernández era un poco misógina, con una mirada sobre las mujeres que a mí no me terminaba de convencer. Quería que una mujer tomara esos personajes de tías o solteronas que aparecen en muchos de sus textos y que funcionara como conectora, hablando todo el tiempo de los otros cuentos. Esa fue la lógica de los personajes que escribió Luciana Lagisquet.

Después decidimos que Santiago Sanguinetti hiciera Las hortensias. Invitamos a Alejandro Gayvoronsky para que tomara El acomodador, que tenía un punto fantástico que nos interesaba, y Gabriel escribió también El balcón.

Ese grupo de dramaturgos ya había trabajado junto en otros proyectos, se conocían y había un equipo consolidado. Yo lo que hice fue pensar la puesta: decir, por ejemplo, “en Las hortensias, la escena 1 empieza en el dormitorio, la escena 2 en el vestidor, la escena 3 en el hall”, etc. Les pedí a cada uno que se ajustara a ese orden y trabajé con los asistentes. Fue demoníaco el trabajo, porque había que pensar toda la simultaneidad y todas las opciones posibles con las que el público podía armar su propio recorrido. Podían ver la escena 1 de Las hortensias, la escena 2 de El balcón, la escena 3 de El acomodador y luego el final… o seguir todo un solo cuento. Cada espectador y espectadora terminó construyendo su propio espectáculo.

SS: Fue una puesta en escena muy compleja. ¿Cuánto tiempo llevó armar la obra?

MP: Casi un año y medio. Ese fondo financiaba tres meses de ensayo, pero nosotros trabajamos durante un año y medio porque la organización era muy compleja. A determinada hora se ensayaba El balcón, escena 1; luego se iban esos actores y entraban los de la escena 1 de Las hortensias. Primero hicimos la obra en orden: los dramaturgos me entregaban la escena 1, después la 2, después la 3. Y cuando cada cuento estaba más o menos armado, hubo que escribir los conectores de las tías (lo que te comentaba que escribió Luciana) y también las escenas del narrador.

En mi casa o en otras —porque todavía no habíamos entrado a la definitiva— organizaba ensayos simultáneos con mis asistentes: yo miraba Las hortensias, un asistente seguía la escena 1 de El balcón. Fue sumamente complejo. Siempre digo que en el proceso de Proyecto Felisberto me dolió por primera vez el cerebro como músculo: la cabeza me pesaba de tanto tener que tener en cuenta cada elemento.

Ahí también fue muy importante el rol de Paula Villalba como directora de arte. Ella trabajó como si fuera un set de cine: acondicionó toda la casa, puso alfombras, papel en las paredes, vitrinas. Se compraron muebles viejos, camas, sillones… Fue una demencia. Se compraron remates en todo el país, se trajeron muebles del interior. Solo en Uruguay hacemos eso sin ganar prácticamente nada, es una locura. 

Y todo era para un público de apenas 50 personas, lo cual hacía el proyecto totalmente improductivo. Ese año nos presentamos a fondos concursables, y me acuerdo que en calidad nos calificaron altísimo, pero en lo económico nos pusieron cero, porque dijeron: “Esto está destinado al fracaso económico”. Y sí, era un fracaso económico, porque nunca ibas a recaudar lo suficiente, menos en una ciudad como Montevideo. 

Mucha gente me decía: “Esto debería haber quedado como un espectáculo patrimonial”. Pero para eso necesitás subvenciones: que esté financiado y que todo el mundo cobre un salario, para asegurarte de que los actores no se vayan a otros proyectos. Ese es el problema que tiene Uruguay. Por ejemplo, ahora estoy cerrando un espectáculo que va a estar en cartel hasta septiembre, y en octubre la gente ya tiene otros planes porque son multiempleo. Con Felisberto pasó lo mismo. Tenía un elenco divino, precioso, un equipo de 30 artistas trabajando, pero era insostenible.

SS: ¿Cuán complejo fue el proceso de cronometrar y sincronizar las diferentes escenas?

MP: Como ya tenía mucha experiencia en proyectos anteriores —había hecho Proyecto Feria, que también tenía cosas en simultáneo—, había aprendido bastante y además había visto muchos espectáculos de este tipo fuera de Uruguay. La música era de Fernando Cabrera y había un pianista en vivo, y por ejemplo, cuando hacía cierta cosa, todos sabían que faltaban dos minutos para terminar. Todo estaba montado de manera muy milimétrica. Durante los ensayos, incluso antes de entrar a la casa definitiva, se cronometraba estrictamente. Y si algo duraba más de lo previsto, yo les decía: “Ojo, esto duró más”. Había un entrenamiento muy riguroso en el manejo del tiempo y también en el nivel sonoro. Por ejemplo, en un momento el personaje de Horacio salía a buscar a un criado y atravesaba el hall donde estaban las tías. Luego, la del balcón salía de su habitación y se metía en el cuarto. Todo estaba pensado con una precisión absoluta. 

De hecho, lo tengo grabado en DVD, y podés elegir tu propia secuencia de escenas. Lo he visto más de una vez últimamente y era de un nivel de perfección que todavía me sorprende. Resiste al tiempo. Lo veo y pienso: “Pucha, llegué a un nivel de complejidad al que probablemente nunca más llegue”. Sentís que, en tu carrera, eso es un top ten —bueno, en realidad el “top” del top ten—, porque implicó muchísimo trabajo, dedicación, cuidado y sobre todo respeto y amor por Felisberto. 

Creo que también había algo que me lo decía mucha gente, sobre todo quienes conocen bien la obra de Felisberto, los que han escrito sobre él y fueron a ver la obra. Me decían que se sentían dentro de su mundo. Yo vi después otras versiones de textos suyos y muchas veces tienen un borde grotesco. Nosotros nos mantuvimos en un realismo corrido, que es lo que yo sentía como el mundo de Felisberto. No podés hacer Las hortensias y bordear con la parodia, porque no se sostiene. ¿Qué hace que Horacio se enamore de Hortensia? Es una complejidad psicológica que, dentro del realismo, es interesantísima. Pero es un realismo que nunca es cerrado, sino corrido.

SS: ¿Cómo fue elegir la música? ¿Cómo trabajó Fernando Cabrera para musicalizar la obra?

MP: Cabrera compuso música completamente original para la obra. Él empezó a ver ensayos cuando estábamos en una especie de casona, una academia que también alquilamos previa a la entrada a la casa. Ahí él vio ensayos y también hizo el ejercicio de recorrer los cuartos, que todavía no eran los cuartos definitivos. Entonces propuso, con sus dos pianistas —porque se alternaban, un día uno, otro día otro—, una serie de partituras. Además, él es un músico que estudia mucho. Conocía la música de Felisberto Hernández, conocía sus partituras, y trabajó un poco en el espíritu de esa música y de esa época. Todo estaba ambientado en la época: el vestuario, los muebles, los objetos. Y la música tenía un aire felisbertiano, para mí muy claro. Pero fue toda música original. De hecho, ganó el Florencio por la música de Proyecto Felisberto.

SS: ¿Pensaron en usar las piezas musicales del propio Felisberto en la obra?

MP: Las escuchamos, las teníamos como referencia, pero no las usamos. Sí recurrimos, en cambio, al recurso de Muebles del canario: se colocaban parlantes que ayudaban a las dinámicas de la casa y, por ejemplo, de ellos salía una voz que anunciaba “las puertas se van a cerrar”. Había, entonces, una cierta cita felisbertiana en la dramaturgia y en la puesta en escena, pero no en la música.

SS: Respecto a los objetos: ¿en qué época pensaron? ¿Cómo fue la búsqueda del piano, las lámparas, los muebles en general?

MP: Todo era de la época en que escribió Felisberto. El piano, por ejemplo, era un piano vertical. Nos movíamos en los años 30 o 40. Por supuesto que no era perfecto, pero había una onda retro: abundaba la gomina, los vestidos propios de la época. Paula Villalba hizo un trabajo cinematográfico: fue como filmar una película ambientada en la época en que vivió y escribió Felisberto. Nunca nos movimos hacia lo contemporáneo: fue una decisión estilística.

SS: ¿Y en el caso de la adaptación que hizo Gabriel Calderón de El balcón? ¿Hubo escenas que se desarrollaran en el balcón real de la casa?

MP: Había una habitación, un espacio desde el cual se accedía a un balcón a la calle, pero no era como el del cuento. Entonces, con Paula decidimos poner grandes cortinados para que no se viera. Se hablaba de él, pero no se mostraba. Me parecía mucho más potente lo imaginario que lo real. Incluso si hubiera hecho cine, hubiera tomado la misma decisión: nunca lo hubiera mostrado. Porque un balcón que se cae, real, no produce nada; pero un balcón enunciado que se cae, y del que estoy enamorada, ya es otro viaje.

Lo mismo pasaba con otros elementos. Al acomodador no le salía luz de los ojos, pero el actor usaba unos lentes naranjas. La muñeca era una actriz, aunque había muchas muñecas en las vitrinas. Había cosas sugeridas, como en la literatura. Ese borde entre lo fantástico y lo extraño es más interesante cuando no se lo ve de manera literal. Esas fueron decisiones muy pensadas en equipo. La iluminación también: Martín Blanchet disimuló toda la luz. No se veía un solo foco; todo estaba escondido detrás de cortinas o lámparas. No había “luz de teatro”. El teatro estaba disimulado.

Hoy se habla mucho de lo inmersivo. Esto sí era verdaderamente inmersivo. No como cuando te dicen que es inmersivo porque la percepción se te viene encima. Esto era un mundo 360: entrabas, se cerraba la puerta de la calle y viajabas en el tiempo. Estabas ahí, con los personajes. Hasta que no terminaba, no salías a lo contemporáneo. También ayudaba que fuera en el barrio Palermo, en una casa vieja, en un barrio tranquilo. Eso sumaba mucho a la ilusión que queríamos generar.

SS: En varios cuentos de Felisberto hay vacíos o elisiones. Por ejemplo, en Nadie encendía las lámparas, hay un poema que se menciona pero no está escrito en el relato, ¿cómo resolvieron este tipo de vacíos?

MP: La primera escena que hizo Luciana Lagisquet fue Nadie encendía las lámparas, y te diría que fue el cuento que más trabajo nos dio. De hecho, lo primero que se ensayó fue ese cuento, porque fue la forma de reunir al elenco e imbuirse del espíritu felisbertiano. En los ensayos recreamos el té: había mesas con tazas, teteras reales. Les pedimos a los actores que se pusieran ropa antigua, que ellos mismos consiguieron. Pero no se decía el texto. Lo que hizo Luciana fue armar un guión de acciones. Repasamos todas las acciones del cuento. El tema de la luz era muy importante, y también el ambiente. En Nadie encendía las lámparas los personajes no hablaban, solo accionaban.

A partir de Tierras de la memoria, el narrador —que era quien abría todo el espectáculo, interpretado por Saffores— hablaba de la presencia de sus recuerdos. Los personajes eran recuerdos de Felisberto, y la casa era la tierra de la memoria. Cuando Saffores empezaba a hablar al público, en un momento se abrían las puertas y los personajes entraban. Pero no podían hablar. Lo primero que pasaba entre el público era: Nadie encendía las lámparas. Después, en El balcón, hay un poema que no está en el cuento y Gabriel lo escribió. Me gustó que lo hiciera y que la actriz lo recitara. Mientras Diana Méndez decía ese poema, Saffores —el pianista narrador— hablaba al público. La simultaneidad no era sólo espacial, también era dramática. 

Y además estaba el tema del punto de vista. En El balcón, por ejemplo, tenías al padre de la novia, a la novia y al pianista: en un momento, los tres le hablaban al público. Lo mismo en Las hortensias: se abría y se cerraba la puerta, estaban en la cama o no, te hablaban… Había simultaneidad en capas: simultaneidad de cuentos, pero también dentro de cada microescena, con distintos puntos de vista.

SS: En cuanto al tratamiento del género y la representación de las mujeres en los cuentos de Felisberto, ¿cómo lo trabajaron?

MP: En la obra de Felisberto las mujeres, en la lectura que hago yo, son personajes importantes, aunque muchas veces no tengan voz. Quizás un director varón no hubiera hecho lo que yo hice, o no les hubiera dado la libertad de trabajar a las actrices como yo lo hice. Por eso fue importante que Luciana trabajara esos textos.

En Las hortensias, por ejemplo, Hortensia y María son el centro, aunque Horacio tenga más texto y más poder. El objeto erótico son ellas dos. Y María tiene una decisión clave en el devenir del cuento largo. Las actrices que interpretaron a la mujer de la sonámbula, a María, a Hortensia y a la novia de El balcón eran todas mujeres potentes. Y después Luciana hizo esa lectura de las solteronas que hablan de los otros personajes. En su texto hay una alusión directa a “lo que dicen de nosotras, lo que él, el narrador, piensa de nosotras, cómo nos describe”. Luciana se tomó libertades —acordadas conmigo— para decir: “Felisberto, te amamos, pero fuiste un poco duro con las mujeres”. Esa fue la libertad que se tomó el teatro. 

La dramaturgia funciona sola. Hace poco se la pasamos a la EMAD porque quieren trabajarla con los estudiantes, y comprobé que funciona perfectamente. De hecho, a mí me encantaría publicarla. Son autores potentes y es Felisberto. 

Cuando tomás un mundo literario y lo versionás, está bueno tomarse libertades, no ser tan fiel al pie de la letra. Porque lo fiel al pie es letra escrita, y el teatro es acción, es acción y es cuerpo. ¿Cómo es Horacio, cómo es el acomodador, el pianista, la novia del balcón? Cada lector va a crear su propia cara, su propio gesto y su propio cuerpo para cada personaje. 

En la obra, las solteronas eran actrices altas y grandes; la novia de El balcón, una actriz chiquita. Ahí hubo decisiones de casting que respondían a cómo yo, como lectora de Felisberto, veía a esos personajes, y después a cómo los dramaturgos los habían hecho accionar en la adaptación.

SS: ¿Y cómo cambió tu lectura de Felisberto después de esta obra?

MP: Como directora teatral creo que la única forma de conocer en profundidad a un autor o autora es cuando ponés su mundo en tres dimensiones. Lo sacás del libro y empezás a ver cómo se comporta ese mundo, cuáles son sus gestos: ahí los actores son fundamentales. Yo puedo tener cincuenta ideas, pero el elenco fue el que terminó de encontrar a los personajes.

Por supuesto, seguí leyendo a Felisberto, pero para mí Felisberto siempre va a ser el de Proyecto Felisberto. Cuando veo otras versiones, me chocan, porque pasa lo mismo que con las lecturas: seguramente tu Felisberto y el mío no coincidan, y yo no puedo pretender que el mío sea el que vos leíste. Capaz leíste El balcón y tenés una idea de cómo es la novia del relato, y nosotros la hicimos de otra manera. Eso es lo interesante del teatro, que es como el cine: hace una lectura. 

Por ejemplo, vi la serie de Cien años de soledad y no la terminé, me aburrió. Se me hizo imposible porque yo ya tenía mi propio García Márquez. Me pasó lo mismo con Pedro Páramo: la vi y decía “pero esto no es Rulfo”. Yo tengo una lectura personal de esos autores y de esos imaginarios, y me cuesta mucho ver a García Márquez o a Rulfo en imágenes de Netflix, que además tiene una poética y una narrativa muy particular. He visto cosas en teatro que se acercan más. No vi la reciente Macondo, pero sí otras obras que me parecieron más próximas, y eso ocurre cuando se toman libertades. El teatro tiene que tomarse libertades. No hay fidelidad en el teatro. Yo no puedo decir “fui fiel a Felisberto”. No: fuimos recreadores de Felisberto, que no es lo mismo.

SS:¿Y en el caso de la recepción que tuviste por parte del público, qué recordás que te hayan dicho?

MP: Fue glorioso. Yo digo que, de mis espectáculos, sin lugar a dudas este fue un fenómeno. Siempre estuvo lleno. Al público le encantaba; volvía más de una vez porque quería ver otro cuento, tener experiencias distintas. Si hubiéramos tenido el dinero para sostenerlo, no sé si no estaría en cartel todavía, como esos espectáculos que vas a Nueva York y siguen ahí durante años. Porque realmente creo que, si hubiera sido posible —aunque fuera una vez por semana—, como evento literario, turístico y cultural hubiera funcionado, porque era muy bueno.

No estoy diciendo que yo soy buena, estoy diciendo que el equipo era muy potente: la dramaturgia, la dirección de arte, los actores, la música... era un equipo muy sólido. De los 30 artistas, todos teníamos mucho peso. Fue un momento alto de mi carrera. Ahora siento que empieza el declive, pero en ese momento era distinto. Además, fue una locura hacer ese espectáculo cuando era imposible recuperar el dinero invertido en semejante producción. Fue algo carísimo. Imaginate lo que es hacer una casa: un set de cine, pero sin el apoyo económico que tiene el cine.

SS: También otra cosa que me preguntaba (lo hablamos un poco) era: entre los cuatro dramaturgos, ¿Intervenían en los textos de los demás? ¿Cómo se dialogaba entre ellos y vos como directora?

MP: A mí me iban entregando todas las escenas en orden: primero las escenas uno, después las dos, y así. Entonces, cuando empezaba a ensayar, ya conocía el elenco y todo el material. Por ejemplo, los dramaturgos me daban la escena uno de Las hortensias, la montábamos, y después pasábamos a la de El balcón. Yo sabía que, mientras en el dormitorio ocurría algo con Las hortensias, en el vestidor pasaba otra cosa con El acomodador, y en el salón de adelante otra más con El balcón. Entonces pensaba: “Acá se puede cruzar esto”. Cuando Horacio decía “Voy a buscar a Pradera”, salía y en ese mismo momento la novia de El balcón daba un portazo y atravesaba el hall. Por eso te digo que me dolía la cabeza: tenía que prever tanto los movimientos macro como los internos de cada escena. 

El otro día, hablando con una actriz que estuvo en Proyecto Felisberto y que ahora trabaja conmigo, me decía: “Nosotros no entendíamos mucho mientras ensayábamos”, porque nunca habían visto todo junto. Recién cuando entramos a la casa y vieron cómo era el montaje completo dijeron: “Ah, mirá cómo era esto”. Ellos venían los lunes a ensayar la escena uno de su cuento, después volvían el miércoles con la escena dos, y luego la tres. Pero nunca veían a sus compañeros. Nunca. Fue un enorme esfuerzo colectivo y personal para armar ese puzzle. Hoy no lo volvería a hacer ni loca, porque fue una demencia. Fue ese momento de “hagámoslo, hagamos cosas raras y lo hacemos”. Pero hoy creo que no podría, ni reunir de nuevo a 30 personas tan top como tenía ese equipo. 

También tiene que ver con la realidad del teatro en Uruguay y en otros lugares. Los grandes espectáculos que permanecen en el tiempo cuentan con subvenciones fuertes. Mucha gente me dijo: “Ojalá se lo hubiera tomado como un elemento turístico-cultural”, algo que permaneciera. Pero eso no existe en Uruguay. Acá se produce, se termina, y se vuelve a producir otra cosa. Los ciclos son otros. Igual, hubiera sido buenísimo que el espectáculo quedara en esa casa (y tener esa casa), pero era un lugar alquilado que después se vendió. Por un tiempo, incluso, funcionó ahí un restaurante que conservó el decorado de Felisberto. Esas cosas locas que tiene Montevideo como ciudad muy extraña...

SS: Si pensamos en los antecedentes, por ejemplo Alberto Restuccia había adaptado El cocodrilo y Roberto Echevarren hizo una obra teatral África, la muñeca de Felisberto ¿conocías otras adaptaciones teatrales de la obra de Felisberto? Y por otro lado, ¿qué antecedentes de teatro no convencional tuviste en cuenta para pensar Proyecto Felisberto?

MP: Sí, lo que se había hecho hasta ese momento lo conocía, lo había leído. Habíamos hablado con Echevarren, por ejemplo. Yo conocía las adaptaciones de El cocodrilo y África, y no tenían nada que ver con la estética de Proyecto Felisberto. Para mí era otra cosa. 

Con respecto a la segunda parte de tu pregunta, sí, yo había visto varios espectáculos simultáneos en el mundo. En particular, lo de entrar y salir de las habitaciones —siempre lo mencioné en entrevistas— me inspiró mucho en una obra que se llamaba Tamara, sobre la vida de Tamara de Lempicka, la pintora. La vi en una casona en San Telmo, a fines del siglo XX, y me impactó mucho. No tanto la obra (que no estaba tan buena), sino el recorrido. Llegabas a la casa, te daban un pasaporte y entrabas en el viaje de Tamara. 

Los procedimientos eran distintos a Proyecto Felisberto. En Tamara tenías personajes que te iban guiando, que te hacían ir de un lado a otro. Había otros recursos, pero yo me inspiré en esa casona. Tamara fue un espectáculo que se hizo en Buenos Aires, en París, en Madrid, en Nueva York. Es de esos espectáculos que se replican. Y dije: “Voy a tomar la casa felisbertiana, pero con otros procedimientos”. Los complejizamos más, porque Tamara era un poco comercial, y Felisberto no. Yo la vi tres veces en Buenos Aires porque en esa época viajaba mucho. 

Eso quedó latente, y diez años más tarde hice Proyecto Felisberto. Tenía ese modelo en mente, pero también había visto otros. Por ejemplo, El libro de Job, que se hacía en un hospital y también tenía un recorrido. Yo misma ya había hecho El vampiro en Jockey, que era de recorrido, y Proyecto Feria. Es decir, tenía antecedentes en el uso del espacio, el trayecto, el público caminando y lo simultáneo. Pero en Proyecto Felisberto fue el extremo. Fue bárbaro haberlo hecho, porque si me pedís que lo haga hoy, te digo que no. Fue bárbaro haber tenido la audacia de hacerlo, y por suerte está grabado. Yo hablé con el CIDDAE (Centro de Investigación, Documentación y Difusión de las Artes Escénicas) y voy a donar la copia en DVD para que la digitalicen y la gente pueda verla en el futuro, junto con la dramaturgia.

SS: ¿En algún momento pensaste la posibilidad de hacer algo con este mismo espíritu pero con otro escritor manteniendo, tal vez, el espacio de la casa? 

MP: Yo tenía ganas de hacer tres proyectos: Proyecto Felisberto, Proyecto Marosa y Proyecto Levrero. Quería hacer los tres. No hubiera hecho una casa en los otros dos.

Para mí, Marosa tenía que ver más con lo performático, con un acontecimiento de muchas mujeres con pelo rojo. Tenía una idea de dispositivo muy distinto, donde el espacio sería grande, tipo hangar, con instalaciones. Marosa iba por ahí…

Y Levrero me lo imaginaba en lugares más chicos. Esos hombres que ven mujeres pequeñas… el mundo levreriano era otro viaje. Pero ninguno de esos dos hubiera sido en una casa. 

Es verdad que Marosa habla de la casa de la infancia, pero lo suyo pasa más en el jardín que adentro; más en la naturaleza que en el interior. Y Levrero, en cambio, lo imagino en una pensión, un lugar más decadente, de hombres solos, no esa cosa retro y cinematográfica de Felisberto, que es bellísima y muy particular. 

Me hubiera encantado hacer esos tres proyectos. Pero la vida me llevó por otros caminos, me enfermé y terminé no haciéndolos. Igual, siempre me van a quedar las ganas de meterme con ellos.

SS: ¿Cómo saliste del Proyecto Felisberto? Supongo que implicó mucha energía, mucha reflexión... y luego, cuando terminó la obra, ¿quedaron agotados? ¿Siguieron con otros proyectos?

MP: No, nosotros éramos muy máquinas. Yo me gané el Florencio en paralelo al Proyecto Felisberto con Las descentradas, en la Comedia Nacional. Hice mucho teatro hasta 2015: después de Felisberto hice Algo de Ricardo, después Mucho con Ofelia. Seguí y seguí. Hasta que en 2015 me nombraron directora de Cultura y dejé el teatro durante ese quinquenio. Después me enfermé, me vino un cáncer. De hecho, ahora voy a estrenar en 2025, y el último espectáculo que había hecho había sido en 2015, justo cuando dejé el teatro para asumir como directora de Cultura. 

Pero después de Felisberto seguí trabajando sin parar. Los demás también, pensá que todo el equipo de Proyecto Felisberto fue a ver a Saffores en Algo de Ricardo, en La Gringa, y eso fue poquito después. Yo era una maquinita de producir. Ahora me lo estoy tomando con más pausa, más calma, porque las realidades también cambiaron. Como siempre digo, el sistema de producción condiciona mucho los lenguajes y las poéticas. Y los sistemas de producción son difíciles en todo el mundo, pero en Uruguay especialmente. Ahora, por ejemplo, existe esta lógica de ensayar durante meses para después hacer solo tres funciones en una sala pública. Ese sistema no me convence. 

Estoy hace un año ensayando Fiesta Patria, que la voy a estrenar en el Cabildo de Montevideo, sobre la historia uruguaya y el Bicentenario. Trabajo con un equipo que puede ensayar poco por semana, porque todos tienen multiempleo. Entonces, como te decía, la producción te condiciona las ideas y las ganas de hacer cosas. Yo tengo quinientas mil ideas, siempre hay un proyecto en mi cabeza, siempre tengo ganas de hacer algo. Pero ahora el problema es la producción: la plata, el lugar, el vestuario. 

La plata que costó Proyecto Felisberto fue mucho más de lo que nos dieron de fondo. Yo puse plata personal, hubo gente que puso de sus ahorros, y se fue todo. Ya está, se murió ahí. En ese momento lo pudimos hacer, pero fue una locura. Y muchos directores hacen lo mismo: incluso los más conocidos ponen plata de su bolsillo. Porque para hacer una bestialidad como la de Felisberto tenés que decir: “me tiro al agua y no miro”. Y en ese sentido fue glorioso. Lo añoro como un momento de gran productividad y de cierta inconsciencia. Por suerte el elenco pudo tener tres meses de sueldo, pero todos los otros meses de ensayo se hicieron gratis. Gente de España que vino a verlo me decía: “No puedo llevarte con esto, es maravilloso, pero es impagable”. Y es cierto: ir a un lugar, montar una casa para hacer solo tres funciones es impagable. 

A veces nos olvidamos de que el teatro tiene una pata muy pragmática, que es el sistema de producción. Proyecto Felisberto se hizo porque ganamos un fondo, pero ese dinero se fue casi todo en sueldos. Supongamos que había 300.000 pesos de producción, pero producirlo costó como un millón y pico, más allá de los sueldos. Había que comprar mesas, copas, alquilar cosas... es mucho si lo pensás fríamente. Y creo que con los años una se va acobardando más. Ese proyecto fue hecho con un entusiasmo enorme, con treinta artistas que trabajaron con mucho compromiso y con mucho amor por la literatura de Felisberto Hernández. Por eso pienso que hubiera estado bien que el país lo pusiera en valor. Que dijeran: este espectáculo vale la pena, démosle cinco o seis años para que la gente lo vea. Pero eso en Uruguay no existe, no tenemos esa posibilidad.

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