El día
Por Berger Dezgamú
Hoy es el día. Nunca nadie te va a poder aconsejar cómo hay que dejarlo venir. Nunca logré permitirle acercarse como si fuera un gato, una rata. Ni la primera, ni la segunda, ni esta vez había llegado a hacer de cuenta que no lo fuera, a transitar esos metros de planchada y parar a charlar con el que me soltara la lengua sin tenerlo presente. No. No hay manera. Intenté hacer lo de todos los días, que no era mucho, y todo sin poder dejar de pensar en el preciso momento en que el llavero me pronunciara, y en lo demás.
Tabaco; hojilla; y entre los dedos que amasan y disponen ese colchón de fumar, sobrevive un espasmo en forma de temblor, que antes, incluso, cuando el cuerpo hizo que me levantara y me llevó hasta recostarse contra el contorno de una ventana, la mano agarrada al barrote, robándole una caricia al sol, la otra, sosteniendo el libro, que incluso ahí había tomado la forma de una mosca, no una verdadera mosca, por cierto, sino una maldita mosca, igual de asquerosa, que me sacaba las palabras de adelante o las ponía en desorden, me distraía, iba y venía. Había probado leer por tres minutos el mismo párrafo, y en todas las veces me armaba, el insecto, un enunciado distinto que despegaba hasta perderse entre la maraña confusa de mis pensamientos de aquella mañana. Yo retomaba la lectura desde el inicio, y en algún momento, no mucho después, no sé bien cuándo, volvía a pasarme. No había sentido en seguir probando, e incluso hubiera sido un error, una manera extremadamente consciente -y por eso estúpida- de escapar del tiempo.
La tercera vez que me había tocado entrar, me lo había advertido uno que se iba. Me vio nuevo, por eso se me acercó. Tenía canas, piel verdosa. El día era gris, negro, de invierno, olía a lluvia.
-No tiene caso.
- ¿Lo qué no tiene caso? -la pregunta la hice entre dientes, sin verlo, el mal humor de un joven.
-Si me mirás te vas a dar cuenta -despegué la cabeza del suelo, húmedo igual que ahora. Estiraba el brazo desde una distancia prudente con algo que no me dejaba ver la penumbra -Quedatelo. Para mí ya no tiene caso ahora. Una lástima.
- ¿Por qué una lástima? -manoteé el libro.
-Porque no puedo terminarlo. No puedo dejar de pensar.
Era eso. El tipo aquél se me había adelantado dos años y me decía algo que yo mismo tengo ahora el disgusto de padecer. Ansias le llaman. Yo sí lo terminé, y es una pena, y a la vez una alegría, no poder verlo al viejo de nuevo para contarle el final. A ese libro le siguieron otros. Había una biblioteca con miles de títulos que descubrí o que empecé a ver después de que se me obsequiara lo que el otro no había podido acabar. Uno tenía que tomarse el trabajo de revolver para encontrar los verdaderos tesoros entre recetas de cocina, libros de química, de autoayuda, diccionarios de francés, y cosas así. Pero de un mes a esta parte, no pude avanzar ninguna lectura por ese insecto horrible que condensa el líquido del tiempo a fuerza de distraerme. Así que volví a buscar al primero, al iniciático. Lo había dejado en el borde de arriba del todo, a la izquierda, la palabra adánica, y ahí seguía. Pedro y Juan y Una vida. Dos en uno de Maupassant. Y como sobrevivía en mi recuerdo, y como había sido la primera llave con que cada mañana y cada tarde abría de par en par las rejas de la celda, hasta que el sol se pusiera, quise volver a leerlo. Por eso y para que se me acercara el tiempo. De un mes a esta parte. Y todos los días, no hubo un solo día que no fuera así, de un mes a esta parte, cada vez más, cada vez más todos los días, se me viene el barullo del zumbido y las palabras que despegan. El viejo tenía razón, no hay caso. Terminalo vos, que capaz, en una de esas, quien sabe.
Estiro, esta vez yo, el brazo. Hay un muchacho, más joven, que escucha y acepta. Y por primera vez en lo que va del día respiro el aire, parado, de frente a los barrotes que dejan ver algo del pasto, algo del cielo, algo de afuera, y me imagino cuando el carcelero me venga a buscar, me llame, me saque de acá, me imagino mirando los bloques oscuros desde el otro lado, buscando entre todas, esta misma ventana de la que cuelgan las ropas mías y de mis tantos colegas y por la que miro afuera. Ya falta menos.

