Cordero
Por Diego Castro
“Dios totalmente se hizo hombre pero hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo.”
“Tres versiones de Judas”. Ficciones
Jorge Luis Borges
Todavía sonaba la chicharra del viejo portero eléctrico cuando solté la puerta del edificio. Abrí la primera rejilla del ascensor. Abrí la segunda. Los botones eran cilíndricos y protuberantes. Estaba inquieto, por supuesto. Presioné el quinto.
En el centro de la plataforma, mientras el laborioso traqueteo de las poleas me elevaba metro a metro, crucé las manos a mis espaldas y alcé la vista al cemento enmohecido. Cuando no estoy hablando sólo –ese monologo interior que brota y brota para no ahogarnos porque si el cuerpo es 60% agua, el sujeto es 100% palabras–, alguna música me secuestra el cerebro. ¿A ustedes no les pasa? Y no me refiero, aclaro, a ese efecto inmediato de chicle o machaque con las canciones de las publicidades o las porquerías de moda en las FM. Hablo de esas músicas que se presentan inopinada, inexplicablemente. Que se prenden como una garrapata y que no sueltan. Que ambientan, como una cortina de un film. Que dan sentido (¿pero qué sentido?) como si el subconsciente echara mano y tirara una botella al mar. O un botellazo a la cabeza, mejor. Esos gusanos cerebrales de los que habla Oliver Sacks. Bueno, de esa música me asaltó en el ascenso. Carmina Burana. Y ahí iba, muy henchido. Muy histórico. Muy solemne. Bastante ridículo.
No sé cómo cabía en el ascensor con tanto músico y tanto coro. Cuando finalmente llegó al quinto piso –el freno se aseguró que lo supiera cada uno de mis órganos– mi imaginación ya había sumado los curas regordetes y sin pantalones correteando, odre de vino en mano, a cortesanas despechugadas. No lo dije (¿no lo dije?) pero acaso la música y los monólogos eran planes de evasión del cerebro, que para algo es cerebro y bien que tiene sus trucos. ¿Evasión de qué? Del dolor, claro. ¿De qué otra cosa? ¿De la vida? Misma cosa. A mí, ese día, a esa hora, en ese ascensor del barrio Prado, me dolía Sofía. Sofía que en ese momento me esperaba en nuestra casa, en nuestra cama. Sofía que ese día me había preparado el desayuno, me había despedido con un beso y me había dicho que me amaba. Sofía que ese verano se había acostado con otro. ¿Cómo lo sabía? Los signos estaban por todos lados: el perfume de ese día, algo en su mirada, el clima enrarecido. Detective de la sutilidad. Y aquel preservativo usado, claro.
Se abrió la puerta del apartamento 502. Hola, Mili. A Milagros la había conocido un par de años atrás, en un examen de facultad. Hay algo de presas en un matadero en la complicidad que nace entre los alumnos que esperan para dar un examen oral. Gallinas sin cabeza, como escribió Vaz Ferreira en sus textos sobre pedagogía. Pongamos que yo solía conservar la cabeza. Era más una gallina degollada que seguía en carrera, hecha al hábito de bailar la refalosa, y sobrevivía a pesar de todo. Siempre sobrevivía.
Le di un beso en la mejilla y pasé. Aparte: Sofía me dolía por boludo. Boludo es poco literario pero gráfico. Y divertido. Me dolía por absurdo, por contradictorio. Porque por muy, más, deconstruido que fuera me dolía igual. Porque por más ateo que fuera, capaz, las monjas y su colegio y dios me habían cagado el cerebro. Tiempo tuvieron para eso. Era un hijo de la contingencia que había condescendido –descendido, descendido muy profundo– al absurdo, la contradicción, de un amor de su vida. ¿Sofía sabía que yo sabía? Yo no había dicho ni hecho nada. Nada. Y ahí seguía. Lo dicho: gallina degollada. Pero así, sólo presente en cuerpo, exiliado de nosotros, de nuestro amor, no podía más.
El comité de bienvenida al apartamento de Milagros incluía un incienso, que no pude agradecer dada mi condición de alérgico, y música de Charly que me ganó una sonrisa inmediata. Creo que era el Unplugged. Todo flotando por los aires, un poco entremezclado. Intercambiamos cómo estás, qué es de tu vida y algún otro convencionalismo, y ella me ofreció una copa de vino. Tinto. Tannat. En mi cabeza –perdón Charly– había empezado a sonar el Requiem de Mozart. Una misa de muertos –la misa de muertos por excelencia–, que el tipo no pudo terminar –sí, exacto– porque se murió. ¿Que qué hacía yo ahí?
Milagros, más práctica que este espíritu diletante, le había sacado mejor provecho a nuestro humanístico título de licenciados en Educación y ya ostentaba no sé qué escalafón en una universidad privada. Y en un par de semanas arrancaba una maestría en La Plata. Iba a estar yendo y viniendo. Yendo y viniendo. Yendo y viniendo como ahora las copas cargadas con vino, que iban, venían y se vaciaban. Iban, venían y se vaciaban. Yo no estaba ahí por despecho. Menos por venganza. Yo amaba a Sofía. Y si pensarla, verla, tocarla, sacarle la ropa se me hacía intolerable, imposible, no era porque no la amara.
Estábamos casi borrachos. La venganza implica el deseo de lastimar al otro y yo no quería herir a Sofía. Sentados en el piso, recostados contra el sillón, Milagros me mostraba el plan de estudios de su maestría. Ella morocha, de pelo cortito. Muy cortito. Y muy flaquita. Y jovial: muy jovial. Nos besamos. Y yo, que estaba nervioso, que no sabía para qué estaba ahí pero sí sabía que no era por venganza, que no era ojo por ojo, beso por beso, garche por garche, me dejé besar y besé. Y seguí besando. Y tomé vino. Más vino, más tinto. Y sentí una primera punzada.
Empezamos a sacarnos las ropas y a recorrer los cuerpos. Mi cerebro estaba cooptado por la obertura de Tannhäuser. Yo, que extrañaba a Sofía, que no quería perderme en otros brazos, sin embargo abracé y abracé. Y si no perdí la cabeza, porque mi cabeza estaba en Sofía, sí dejé que la cabeza de Mili se perdiera entre mis piernas. Tomé más vino, miré el vacío porque no era venganza pero tampoco era olvido lo que buscaba, aunque aún no supiera qué era. Después de un rato, me dejé arrastrar al cuarto.
Milagros, que aún tenía una suave y larga bata puesta, me dejó en la cama de espaldas. Indefenso. Como en un altar. Puso un índice en mi pecho mientras con la otra mano buscaba un forro en la mesa de luz. ¿Ella sabía de Sofía? Sabía. ¿Qué pensaba de esto? ¿Qué pensaba que yo pensaba de esto? Creo que Mili sabía que yo era capaz de hacer cualquier cosa por Sofía. El índice bajó hasta mi entrepierna. Y luego Milagros ya estaba a horcajadas de mi cintura. Algo me punzaba de nuevo en la boca del estómago. Yo no estaba ahí por placer. No sentí placer y si fui un objeto para el goce de Milagros, ella fue para mí una herramienta para algo más. Algo que no era venganza. No era olvido. No era placer.
Nunca había estado en la cama con Mili. No sabía qué me iba a montar así, casi con violencia, con una determinación que no le conocía en su vida mundana, puertas afuera. Sin piedad. Los pechos, pequeños, apenas se movían a través de la tela transparente. Los muslos pugnaban fuerte en un efecto de succión hacia sí. Los parpados entrecerrados, la mirada al cielo; si la bajaba, entonces me daba pequeños golpes a puño cerrado en el pecho mientras susurraba “¡hijo de puta! ¡hijo de puta!”. Eso, en algún punto, me complacía. Cómo dice la sabiduría popular: karma con gusto no pica.
No sé cuánto estuvimos en esa dinámica. El cerebro seguía con Wagner, como si en Tannhäuser hubiera encontrado comodidad. Visto desde fuera, era un tanto paródico: es probable que nadie sostuviera una erección con la música de Wagner desde 1945. Y esas eran muy otras circunstancias. Era otra mi evocación –sin dudas otras mis ideas políticas–, aunque no alcanzara a descifrarla. En la penumbra de la habitación, yo fijaba mi mirada en algún detalle insignificante. Como cuando estoy en el sillón del dentista, deseando que la anestesia haya hecho efecto, dejando hacer, esperando que termine pronto. Enumeré un peluche de jirafa en un banquito que por su estado sería de su niñez, un par de libros en la mesa de luz –me sorprendió que uno de ellos fuera de Agustín de Hipona: las Confesiones– y una camisa que colgaba de la manija del ropero, como descartada descomedidamente en la tarea de vestirse. Advertí, también, que su habitación daría acaso al Parque Posadas. Mi consciencia estaba fuera de cuadro. Todavía no tenía claro qué estaba haciendo ahí: qué me había llevado ahí. ¿Sentir? Creo que sólo sentía la punzada; y más fuerte: cada vez más fuerte.
Casi no hubo solución de continuidad entre que Milagros dejó de moverse, yo me hice de mis ropas, gané primero la puerta, luego el ascensor y finalmente la calle. No hizo ningún esfuerzo por retenerme, lo que agradecí. Ya en la vereda, un poco mareado, vomité. Fue un vomito visceral, copioso, desbocado: un vomito que no podía justificarse por una borrachera. Un vomito que limpia. Me tomó unos minutos, sentado en el cordón de la vereda, recomponerme. Entonces me tiré en el asiento trasero de un taxi rumbo a casa.
Las calles corrían oscuras y monótonas. Abrí la ventanilla para sentir algo del aire fresco de octubre. Aquella punzada –¿en la boca del estómago o el pecho?– parecía que me había dejado pero ahora tenía que lidiar con otro sentimiento: una alegría desaforada, casi infantil. De perro cuando llega su dueño. Como luego de un cortocircuito, reiniciándose, mi cerebro me daba un descanso de la música, de las palabras. De la misma idea de tener un cerebro. Creo que el taxista no me habló en todo el viaje; en cualquier caso, agradecí por su silencio o mi sordera selectiva. Por mi cara, creo, habrá imaginado que estaba bajo el influjo de alguna substancia y, si bien, más allá del vino, no era así, algo de éxtasis, en su segunda acepción, había en mí.
En el apartamento en penumbras, intenté hacer el menor ruido posible. Me di una ducha. Me lavé los dientes. Y me acosté. Sofía, entredormida, estiró una mano hacia mí: una sonda en busca de contacto de un planeta que no había recibido señales de vida en mucho tiempo. Le aparté la mano y la abracé. La abracé muy fuerte. Le besé la frente, los parpados, la boca. Y la abracé más y más. Finalmente degollado aunque no gallina, con una sonrisa dolorosa de entrega. Complacido y sucio de ignominia. Unido por algo que no era la venganza, el olvido, el placer. Muy unido. Le susurré “te amo” mientras escurría unas lágrimas. El cerebro, en tanto, se dejaba secuestrar por un hit de mi infancia: “Cordero de Dios que limpias el pecado del mundo…”.
