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Carta para el Flaco Silva

Por Convalecencia Mors

Rocha, 27 de julio de 1985


 

Estimado Ruben Silva Perdomo

Presente


 

     Le envío esta carta con el fin de desarmarme y contarle, de una vez por todas, lo que pasó con su hijo, decirle lo que vi. El año pasado, dos o tres días antes de tomar la decisión de irme del pueblo para siempre, intenté por última vez  comunicarme con él pero, al parecer, él no es más él y, quizá, yo ya no soy yo. De verdad, créame que lo intenté pero nunca me miró; le grité por la calle tres veces, “¡Adrián, Adrián! ¡Eh, Adrián!” pero nunca se dio vuelta. Las palabras parecían avioncitos de papel —de esos que hacíamos usted y yo, cuando íbamos juntos a la escuela— que volando se chocaban contra él y caían inermes. Estaba como ido.

    Al principio sentí cierta curiosidad por lo que le pasaba a su hijo, después rabia ciega, pero ya ahora creo que lo que le tengo —y discúlpeme los años de infancia compartida y de condescendencia— es algún ejemplo de lástima. 

     No me juzgue por lo que le digo, haga el favor. Pero si lo hace, sepa que no hace más que autoflagelarse y a mí no tendrá como herirme con sus exigencias; yo ya me fui, abandoné para siempre el pueblo. 

     De verdad traté de hacer lo que pude. Desde aquel día que Marrone me llamó a su oficina. “Va a haber que llevar unos paquetes a la capital, ¿sabe? Todos los miércoles de cada mes, usted mismo se encargará de tales envíos”. Detrás de los lentes, los ojos inyectados se pasearon por los papeles y carpetas del escritorio y después sobre mí; siempre había mucho humo en su oficina. “Con estricta seguridad y discreción, se lo pido. La dirección y todos los detalles se los pasa mañana Sánchez en un sobre.”

     Así que una gélida y chirriante madrugada de miércoles me encontré disfrazado de sobretodo y bufanda, esperando el ómnibus en la estación del pueblo. El aire se afilaba sobre cualquier resquicio de piel descubierto, el sol como un ojo bilioso empezaba a parpadear sobre los campos, revelando la helada.

Allí mismo se agolpaban algunas otras personas con similar propósito, pero se me han mentido sus formas; lo único que recuerdo de ese día sin esfuerzo es a usted, Silva; a usted despidiendo a su hijo, que ese año empezaba a estudiar en la facultad. Había también —algunas formas quieren insinuarse— ciertas manchas blancas, acaso túnicas escolares de parajes cercanos.

     Cuando el ómnibus llegó, todos nos apretujamos para entrar rápidamente, escapando del frío. Yo llevaba los paquetes en una pequeña valija de mano para no ponerlos en la bodega. En la ventanilla de un asiento del fondo que hallé vacío se repite el recuerdo, Silva; usted agarrándole la cara a su hijo, los hombros, quizá convenciéndolo aún de que aquello era lo que había que hacer, que la vida se pone dañina cuando no se da vuelta la sartén a tiempo y que la promesa de cierto destino es un don que el ser humano se da a sí mismo. Un destino que salvara a su hijo, Silva; para que pudiese desperdiciar mejor y menos rápido el tiempo que empuñando la azada, ordeñando vacas a las cuatro de la mañana, carneando bichos con las manos cuarteadas, cansadas, respondiendo sin chistar cada mandato, cada tarea. Lo cierto es que ni sé lo qué le debe haber dicho, Silva. Quizá ya ni siquiera usted lo recuerde.

     Al llegar a la terminal, todos nos bajamos. Adrián iba adelante, observando todo con hipnótica curiosidad, yo caminaba despacio ocupado en fumar, con el valijín en la mano. Salí de allí, agarré Boulevard hacia la rambla y después 18 de Julio, cuando me di cuenta que Adrián iba un poco más adelante, en la misma dirección que yo. Me extrañó verlo tomar ese camino, porque la facultad, me parecía, quedaba para el otro lado, pero en fin…¿qué podía saber yo? Mi destino se encontraba unas cuadras antes de llegar a la Plaza Independencia; no tenía apuro, tenía hasta el mediodía para reunirme con los socios de Marrone, entregarles los paquetes, firmar las planillas. No sé si usted ha estado alguna vez en la capital, Silva. El aire es más frío en el campo, pero en la ciudad es más seco, más áspero. En la ciudad el aire drena los rostros, las paredes, y se reseca a sí mismo, destiñendo todo a gris. Igual que las masas que lo arrastran a uno a su ritmo apurado e incansable; no se sabe por qué pero en la ciudad siempre se está llegando tarde a alguna parte.

     El caso fue que en un momento, su hijo se me perdió entre la gente. Fue en escasa distancia, quizá una cuadra, quizá dos, en que me distraje con una vidriera, encendí otro cigarro. No le di mayor importancia. Seguí caminando esquivando transeúntes ciegos hasta llegar a la puerta del edificio donde dejaría los paquetes. El resto del día se me abrevió usando palabras abritrarias y sin espesor en la oficina de los socios de Marrone, luego leyendo el diario en el bar de la esquina, mientras almorzaba. Antes de la media tarde ya había vuelto al pueblo.

     El siguiente miércoles sucedió de manera similar. Me bajé del ómnibus despacio, aburrido, haciendo resonar los zapatos en el suelo sucio de la terminal. Adrián iba nuevamente adelante y, otra vez, de un momento a otro, no lo vi más. Entré a una tienda de sombreros y me compré una boina de paño marca “Bullit”. Después llegué a la oficina, dejé los paquetes, firmé y me fui para la plaza; tenía ganas de leer el diario con la cara en el sol. Fumé, me reí, miré algunas señoras pasar y me fui deslizando lentamente como una sombra hacia el bar de la esquina, dónde almorcé y me tomé, de postre, una grapita argentina para terminar de calentar el cuerpo.

     El siguiente miércoles la historia se repitió, sólo que cuando estaba en la Plaza leyendo el diario, por encima del borde rotulado que decía “El País”, vi pasar a Adrián rapidísimo. Serían quizá las 10 u 11 y media de la mañana. Esta vez sí tuve curiosidad; caminaba como si ya supiera por sí mismo de qué forma desviarse, zigzaguear sin mirar para delante, apretar el paso o frenar antes que los semáforos. Esta vez me dije, sin saber por qué, que lo seguiría; una decisión que tomé más por inercia que por el mero deporte de la curiosidad, pero el caso fue que me resultó difícil. La figura de Adrián se matizaba con otras, se me fundía con otras. Después de 8 o 10 cuadras de pasos largos y apurados desistí; mi hábito de fumador me robaba el aire frío. Me senté en el banco de otra plaza y después me fui a la terminal sin almorzar, porque iba a perder el ómnibus. Durante dos miércoles más estuve persiguiendo sin éxito a su hijo, Silva, que se escurría entre las callejuelas como escapando de la mirada de Dios. 

El siguiente miércoles Marrone me pidió que no fuese, así que al mediodía, le pedí libre y me fui al bar, albergando la intención de hablar con usted. Cuando entré lo encontré, como siempre, jugando al truco con los parroquianos, espantando el humo del tabaco con manotazos en el aire.

     Me pedí una cañita y me senté en la punta del mostrador, cerca de la puerta, desde donde conté, poroto por poroto, las ganadas y las perdidas. Cuando terminaron, usted se paró y se despidió con un ademán de la gorra, me acuerdo como si fuera hoy. Saludó al cantinero y salió como sin verme. Yo lo seguí afuera enseguida, tratando de inventarme alguna excusa para hablarle; había estado todo el rato rumiando algún pretexto y ahora, que era el momento, las palabras se me entreveraban en la boca.

—¿Y Flaco...?— sólo me salió decir—. ¿Cómo salió ese truco?

—Pero qué dice, Romero. Perdimos como los mejores. Lo bueno es que son porotos no más.

     En ese momento intenté decírselo, no podría soslayar mi padecimiento ante aquel secreto. Pero ¡ay!, la voz me salió finita, fracasada.

-Silva, yo...su hijo...- corcoveó mi voz.

     Pero usted ya se alejaba con otro ademán repetido de la gorra, dejándome solo con mi voz. Me pareció que se iba sonriendo con descuido, sin necesidad alguna, y con el pasar de los días, en mi recuerdo, aquel gesto se fue exagerando, vaciándose, acaso por la resignación o la desidia. Por algunas semanas, traté de consolarme con el hecho de haber tratado de advertirle y todo eso de que "la intención es lo que cuenta". Quizá usted ya lo sabía, y me hubiera contestado que no necesitaba que le vinieran con chusmerios a aclararle las cosas, que nadie entiende más a un hijo que su padre. Quizá no lo entendía o no le importaba, porque uno siempre tiende a restarle importancia a lo que no comprende.

     El miércoles siguiente, cuando dejé los paquetes en la oficina, los socios de Marrone me invitaron a almorzar; “ya es usted como de la casa”. Durante el almuerzo los dejé hablar y manosear palabras muy displicentemente. Ellos habían pedido entrecot con puré y yo una napolitana. Me encontraba masticando un pedazo, empujándolo con cerveza, cuando, mirando por la ventana, vi a Adrián en el portal de un edificio enfrente al bar. Sentado en el escalón, comía de un tupper, mientras miraba la gente pasar, luego los edificios. No hallé oportuno levantarme e interrumpir el almuerzo con los socios de mi jefe, así que simplemente tuve que resignarme, dedicarme a desaparecer las palabras de los otros, a ignorarles el cuerpo, mirando como Adrián impunemente se terminaba el tupper, lo guardaba en la mochila y nuevamente se adentraba en la ciudad. 

     La próxima vez que fui a la capital me bajé del ómnibus dispuesto a alcanzarlo. De a ratos en la muchedumbre lo perdía y de a ratos lo encontraba. Dobló a la izquierda en una calle transversal a 18 de Julio e hice lo mismo. Bajó dos cuadras por esa calle, tomó una paralela a 18 y volvió a subir por una transversal. Cruzó 18 hacia el puerto y tomó otra calle que nos llevaba en la dirección de la que habíamos venido, yo trataba de mantener el paso con el valijín, que pesaba por los paquetes. Subió por otra perpendicular que desembocó en la Plaza Libertad, allí trazó el camino en diagonal pasando por delante del monumento y dobló en la esquina. Cuando alcancé la esquina y miré, había desaparecido. A pesar del frío, estaba transpirando, el traje me apretaba el cuerpo. Me aflojé el nudo de la corbata, resoplando la frustración. Luego volví caminando despacio en dirección a la plaza con la intención de sentarme. La verdad, Silva, estaba consternado. 

     Cuando estaba en el semáforo, miré a las personas alrededor que también se amontonaban para cruzar. En ese momento reconocí la mochila gris, el pelo castaño, la nuca que había quedado grabada a fuego en mi retina. ¡Ahí estaba, tenía que ser él! Me acerqué y le dije suavemente “Adrián, ¿qué haces?”, pero él no me miró. En ese momento apreté los labios, dudé de si en efecto era su hijo, Silva, o alguien muy similar a él parado allí, esperando para cruzar. Vio que a veces en la ciudad todos se parecen a alguien que conocimos o vimos alguna vez en algún lado. Aún así repetí “Adrián”, cambié el valijín de brazo para tocarle el hombro, pero en ese momento la luz cambió y el hombro se desvaneció del lugar dónde estaba minutos antes. Le juró que le grité, le grité tres veces, “¡Adrián, Adrián! ¡Eh, Adrián!” pero nunca se dio vuelta.    

    Yo ya hace un año me fui del pueblo, hacia el litoral, cambié de trabajo y me olvidé del asunto. Pero hoy me lo recordó una carta de Marrone, mi ex-jefe. Continuamos siendo buenos amigos, ¿sabe? Hablamos de todo un poco; de mi trabajo actual, de su vida mansa de jubilado, de aquellos paquetes, del pueblo. Fue ahí que me contó que, luego de 8 meses desaparecido, su hijo volvió al pueblo, Silva. Dice Marrone que estaba desconocido, que usted y su familia no supieron reconocerlo hasta que repitió su nombre.

Sinceramente y sin aguardar su perdón por todo, lo saluda cordialmente, 



 

Augusto Francia Romero

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Revista "Barro", Uruguay

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