A puntapiés
Por Convalecencia Mors
¡Cómo debieron sonar esos maravillosos puntapiés!
Como el aplastarse de una naranja, arrojada vigorosamente sobre un muro; como el caer de
un paraguas cuyas varillas chocan estremeciéndose; como el romperse de una nuez entre los dedos;
¡o mejor como el encuentro de otra recia suela de zapato contra otra nariz!
Así:
¡Chaj!
con un gran espacio sabroso.
¡Chaj!
Un hombre muerto a puntapiés (1927)
Pablo Palacio
A la luz de aquellas lámparas como de cine viejo, la hermosura de Silvia le parecía inmortal, concluyente. Sentada, casi de perfil, las piernas cruzadas, una mano sobre el mantel oscuro, o tal vez claro, la otra mano sobre la suya. El vino en las copas sumido en un sopor manso, feliz. Era él quien pensaba en el sopor feliz de los recuerdos, que los hace inofensivos. Y le parecía que ella hablaba sin ensuciar las palabras, en voz baja. Después sonreía y él sentía que sonreía también, bajo aquellas luces que tiraban sábanas amarillentas sobre los semblantes borrosos del bar. Todo aquello tenía potencial para el olvido; las líneas del rostro de Silvia (mi Silvia, la Silvia de siempre) no eran semejantes a nada que hubiese quedado registrado en el pasado de ella. Si la miraba de frente era Silvia, dulce y fatal, si giraba el torso o miraba el piso —un piso indescriptible, impreciso como ella— repentinamente se volvía otra. Le costaba entenderle los límites del cuerpo, los rasgos concisos del gesto. Lo único comprensible o cierto era una suave jaqueca en ascenso que lo empezaba a irritar, le hacía doler el cuerpo.
Le diría algo a ella sin importancia sobre aquel dolor de cabeza y después enarbolaría las absurdas palabras de siempre, porque ella nunca reparaba en lo gastadas que lucían; las olvidaba y las tomaba como nuevas. Así de vasta era ella.
Viejo puto, te estoy hablando.
De nuevo la jaqueca y una punzada de dolor en la nuca, arrastrándose por la espalda hacia abajo. Sentía que no quedaba mucho tiempo, pero ¿a quién? ¿A él o a Silvia? Las formas y elementos que los diferenciaban se habían entreverado, como si el mundo hubiese cambiado demasiado rápido, y su corazón y su mente fueran los de un extraño. Silvia tomaba vino y lo miraba, estaba tan tersa, tan deliciosamente ambigua. Quiso decírselo, que lo supiera para siempre, pero cuando quiso hablar las palabras lo estafaron, se deshicieron apenas tocaron el aire. La pregunta, como algo parecido al pensamiento, se fue flotando lejos, sin rozar las cabezas y las mesas.
—¿Por qué habrá sido, querida, que vossss...?—.
Ella no lo miró, quizá no lo había oído, tal vez no podía mirarlo. Sentada, casi de perfil, las piernas cruzadas, se distraía, limpiaba algo de la falda del vestido, resoplaba aburrida. De pronto, de nuevo esa puntada acuciante en la cabeza, en las costillas.
Esta vez Silvia lo miró, él percibió su pensamiento sobre él. Los ojos de ella le caían encima como alguien que empuja, que pecha con preocupación.
La mano sobre su mano la sentía leve, no pesaba lo suficiente para corresponderse con su tamaño. Su piel se sentía tan distinta, como si no fuera posible terminar de conocérsela. Quiso decírselo de una vez por todas (¡tenía que hacerlo!) cuánto la extrañaba (¡la vida es negra sin vos, mi vida!); era rarísimo estar allí juntos y, al mismo tiempo, que él aún sintiera el pozo de aire que dejaba su sombra, como si traicioneramente Silvia estuviera y, a la vez, se estuviese yendo infinitamente.
Te estoy hablando, hijo de puta.
De repente, otro dolor profundo en la espalda y las costillas, luego el pómulo. Los ojos de Silvia, seguros de su soledad, exhalaron un último soplido y se evaporaron como el humo que alguien espanta de un manotazo. Cuando volvió en sí, otro puntapié en las costillas lo hizo doblarse de dolor.
No podía abrir un ojo, lo tenía hinchado; el otro veía —al ras del suelo sucio— las mantas esparcidas, la ropa tirada, una olla vieja dada vuelta, abollada en la base, una radio hecha pedazos y varios pares de pies a su alrededor. En la cabeza parecía que alguien tocaba el bombo frenéticamente. De Silvia ya no quedaba más que el recuerdo de un nombre.
Viejo puto, ¿no te dije que no te quería ver más durmiendo acá? Levantate, te digo.
Y después risas.
