13 kilos
Por Diego González
Poco importa la hora. Aquí no hay tiempo. Tampoco existen las estaciones. Bueno, sí existen, pero todas al unísono, como un coro desafinado. Un día podés estar tirado en el patio, solo y hasta despreocupado. Sentís los gritos de los demás jugando al fútbol, te mirás las manos y devolvés al cielo un rayo de sol intenso como la muchachada… Ese pedazo de verano se incrusta en tu alma, y trata de esconderse en el recodo más oscuro, donde intentás contener los demonios que nacieron con vos.
La noche alcanzó mi pecho. Ese día no hubo patio. No quise saber por qué. El Manuel me había amenazado varias veces. Tenía brutas transas con la yuta, de esas que te compran un arma a tu nombre un día antes del crimen. El Manuel era de hacer esas giladas. Después abrazaba y quedaba meses esperando la amenaza. Recontra sabía que lo iban a condenar. Tan seguro como la muerte. El Manuel tenía una bronca gris, esa de los que ya ni saben contra quién pelear. Acá hay gurises que están muy en la mala. De la merca cocinada, de familias que se caen como muros viejos, trenes sin maquinista arrasando las esperanzas que ni siquiera llegaron a imaginar. Dicen que hay cárceles invisibles donde se pagan esas culpas. Entre otras cosas, se paga por tener cárceles como esta.
Hay días que quiero estar muerto. No es que quiera matarme: quiero estar muerto. Miro el cielo y le pido que se abra una nube y brote de su vientre un rayo con mi nombre. Un rayo vigoroso, potente. Que tenga la firmeza del juicio que me condenó y la fuerza de mil Hiroshimas. Un rayo con forma de rosa, que cave un cráter más grande que la luna. Quiero desaparecer así. No dejar rastros. Porque no dejar rastros, creo, es una forma de sentirme comprendido en la vastedad de la nada. Que al final alguien me diga que esa nada es mi compañera.
Al Manuel lo vi en el patio. Estaba con Charo y el Caramanchada. En la cocina, mientras le sacaba la grasa a los huesos para el rancho, entre vahos recocidos de verdura, la Yeny me tiró un corazón de chancho. Sus ojos brillaron con un morbo seco, perverso. Vi en su rostro el éxito del crimen perfecto. Mi vientre tronó levemente. Apreté los muslos contra la mesada. Un hilo líquido, cálido, chorreó hasta mi rodilla. Una gelatina precipitada en la ansiedad de un adicto. No me podía cagar así. Pero tenía miedo. Mucho miedo. Sabía que el Manuel no andaba con chiquitas. Ya me habían dicho que al Peludo fue él quien lo ultimó, con la complicidad de toda la guardia. Después, lo de siempre: ajuste de cuentas, lío de presos, un pichi menos. A nadie le importa.
La vida acá no tiene valor. Creen que afuera sí. A veces siento orgullo de mi suerte: tengo la ventaja de saberme nada. Escoria. Basura. Obscenidad vital. Creen que afuera es diferente. Yo también estuve afuera.
El tema es que cuando sentís la cabeza apoyada, en una pose cómoda, mirando las tablas del patíbulo, ahí la filosofía te deja guacho. Te larga la mano. Y vos sentís que entre el llanto primero y el ahora no hay distancia. Es todo lo mismo. Sos extranjero en tu propio cuerpo. Querés evaporarte y sabés que no podés. Que te ataron a dos pulmones. Que hasta el último minuto vas a abrir la boca y el aire va a entrar como semilla al surco. Y eso te da asco.
Así, en el patio. Aquel cráter en la tierra por donde la luna reflejaba al sol en su costado izquierdo. La guardia nos sacó en pelotas y el Manuel me miraba fijo, justo en el medio de la nuca. Sentí la ansiedad del chancho. Me anticipé al desgarro del corazón. Toda mi piel se puso en alerta. Vi dos manos atenazarse sobre el lomo de la bestia. La cuchilla abriéndose paso, separando el cuero del esternón. Las fibras musculares, la tensión nerviosa. El brote de la sangre. El latido sordo de un corazón que clamó por seguir enchufado a la vida.
Una explosión de fuego se apoderó de mis ojos. Disparé una mirada tiesa al guardia a un metro de distancia. Una ráfaga de sudor perló mi frente. El calor de mi piel ascendía en forma de nube sobre mi cabeza. Entrelacé los dedos y tensé las piernas como dos tablas. Mantuve la boca cerrada. Por instantes, mis labios temblaron con fuerza sísmica. Un paso en falso… era lo que anhelaba. Mi mente reclamó sentencia de muerte. Olvidé la quemadura de los muslos. Aquella ansiedad era ahora una medicina tibia. El estado de alerta era omnipresente. Contuve la respiración. Uno, dos… cuatro minutos. Sin tiempo. Víboras coloreadas danzaban sobre mis ojos. Sentí que debía decidir, como una parturienta en riesgo. Caí de bruces.
Barro entró por mi boca. Cáscaras de verdura cubiertas de estiércol. Pisadas de cerdos. Trazas de sangre hilvanadas entre mis dientes partidos. El Manuel descansó su cadera encima mío. Alzó una cuchilla afilada. Su reflejo destelló como fogata en la noche. En el aire, vi el vuelo de una garrafa de 13 kilos. Ajena y explotada en una madrugada de merca cocinada.
Manuel se hundió en mi pecho y entre sus manos elevó aquella víscera esponjosa…
